10 reflexiones sobre la corrección fraterna




1. La caridad concreta

No es infrecuente, dentro y fuera de la Iglesia, que individuos y organizaciones levanten su voz para denunciar el problema del hambre en el mundo, la pobreza, el subdesarrollo. ¿Y quién no va a sentirse solidario con dicha preocupación? Dicen que veinte millones de seres humanos mueren anualmente por falta de alimentación suficiente, es verdad que la cosa no puede dejar de preocuparme.

Lo mismo, frente a la injusticia y a la desigual repartición de la riqueza. Se afirma que el treinta por ciento de la humanidad –la que forma parte de nuestras ricas naciones occidentales- dispone del ochenta por ciento de la producción mundial. La protesta surge espontánea.

Y será por eso que la protesta está de moda.

Pero uno se pregunta si no harían más y mejor, si en lugar de denunciar proféticamente el hambre en el mundo, la guerra del otro lado del mundo, los pulpos ‘imperiocapitalistas', la miseria en los países vecinos y el problema racial en el norte, se pusieran a ayudar en concreto a los hermanos tangible de carne y hueso que van a golpear a sus puertas.

O, ejemplo más cercano aún, si aquí, en la parroquia, hacemos una invitación a una conferencia sobre el hambre en el mundo, o sobre el problema de la droga en la juventud, o a un cursillo, o a un cine debate sobre problemas sociales, o una mesa redonda sobre el subdesarrollo, se nos llena el salón parroquial de gente que escuchará aprobadora la exposición y hasta colaborará también con alguna denuncia profética personal y la firma de algún petitorio.

En cambio, tenemos organizaciones parroquiales, como la de Cáritas -una de ellas-, que, hablando poco, sin alharacas, abnegadamente, prestan concretísima ayuda a los necesitados de la parroquia, visitan y consuelan a enfermos en los hospitales a costa de su tiempo y de sus haberes y, por medio de sus organizaciones, muchísimas veces dan soluciones definitivas a angustiosos problemas. Y allí están los pobres, siempre los mismos cuatro o cinco, con los años que se acumulan sobre sus espaldas, sin que a ningún joven justiciero social o acusador profético se le ocurra que allí puede hacer algo más que proferir grandes palabras.

Es que somos tan geniales e importantes que pareciera estamos todos destinados a solucionar los ‘grandes’ problemas. Los pequeños problemas no son dignos de nuestra atención. Soy capaz de arreglar las dificultades políticas y micro y macroeconómicas del país [...y ponerme en lugar del presidente –cosa que no me compete-, pero totalmente nulo para llevar adelante mi hogar y mi familia –lo cual es mi estricta obligación-. En mis conversaciones pseudointelectuales compongo y descompongo el mundo con suprema inteligencia, pero no cumplo con mis deberes de estudiante ni soy solidario con los de mi casa como corresponde y, en todo lo mío, soy un desastre. Estigmatizo a mis jefes o superiores por su arbitrariedad e injusticia y soy, a mi vez, injusto como cabeza de los míos y con mis amigos. Soy capaz de llorar hasta las lágrimas por las dificultades de Asia, pero no de ceder el asiento a un anciano en el colectivo. Me siento solidario con los africanos, pero no saludo a mi vecino.

¿Quién no se da cuenta de la hipocresía latente de una tal mentalidad? ¿Cómo va a construirse una sociedad, una nación, si ninguno quiere ser menos que presidente? ¿Cómo va a realizarse nada serio, sólido, duradero?

Las batallas no se pueden ganar si no hay soldados en el campo de batalla y todos quieren estar en el comando fabricando planes. Los edificios no se construyen si todos quieren ser arquitectos proyectistas pero ninguno pone los ladrillos.

Y tampoco la Iglesia va marchar adelante con el ‘bla bla' de las solicitadas, cartas, denuncias proféticas, planes maravillosos, mesas redondas y proyectos pastorales siglo XXI. De declaraciones, palabras y papeles está lleno del mundo. Y la Iglesia.

Los grandes santos y los grandes períodos del catolicismo hicieron más y hablaron menos. Así nacieron las instituciones de caridad y las grandes órdenes y organizaciones que son orgullos de la Iglesia. Porque supieron hacerlo, sin rehuir el trabajo humilde, el comienzo modesto, el amor concreto al ‘próximo’ como aconsejó Jesús.

Pero siempre ha sido más fácil solucionar los problemas de los demás que los propios. Siempre ha resultado más sencillo criticar que realizar algo concreto. Siempre fue más cómodo destruir que construir; distribuir el bien ajeno que el propio; señalar y denunciar los deberes de los otros, que ejecutar los de uno.

Y vean que, para esta clase de ‘denuncia profética', para esta crítica no sirve aducir el evangelio de Mateo 18, 15-20 con su exhortación a la corrección fraterna. Porque desconfíen Uds, cuando una frase del evangelio nos suena a de fácil ejecución. El evangelio no es fácil. No nos dice: “critiquen lo que van mal o es injusto”. Eso lo hacemos notoriamente sin esfuerzos, cotidianamente. Si no, ‘corrijan’, pero por delante, en privado, para bien del que peca o comete injusticia: “Si tu hermano peca ve y corrígelo en privado”.

Y, cuando el privado no se corrige o la situación es pública, haciéndolo, sí, frente a toda la Iglesia.

Pero ¿de qué manera? ¿Será valiente el que denuncia o critica sumándose al coro de la denuncia de moda que hoy queda bien hacer?

¿Quién será más valiente y honesto con el evangelio? ¿Un Pio XII, por ejemplo, que cuando hablaba frente a los ricos les enrostraba sus obligaciones de gestión y solidaridad con palabras durísimas y les recordaba sus deberes, pero lo mismo hacía hincapié en sus deberes cuando hablaba a sindicalistas y obreros? ¿O el que, frente a los pobres, denuncia proféticamente a los ricos, pero a los ricos les paga el tributo cómplice de su sonrisa y de su mesa?

‘Corrige al que peca, en privado, primero,’ dice el evangelio. Y no ‘únete a las críticas, halaga al que te escucha, presta a sus odios y rencores el verbo de tu elocuencia o la justificación del disfraz cristiano’.

‘Denunciar’ no es lo que pide el evangelio, sino corregir, rectificar al pecador, ayudarlo a transformarse de desviado, torcido, en recto, derecho.

Lo demás es más fácil. Nos llenará más la boca, nos hará salir en Primera Plana, nos dará notoriedad y nos conseguirá aplausos. A lo mejor nos llena la Iglesia.

Pero no es lo que nos pide el evangelio.

2. En nombre del amor y la caridad

Uno de los elogios que suenan bien, hecho respecto de los gobiernos o de los políticos o de los sacerdotes o de los padres de familia, es “este político (o este padre o este sacerdote) es un hombre amplio, tolerante, comprensivo.” Y está bien: amplitud, tolerancia, comprensión son adjetivaciones que bien pueden ser positivas. Sin embargo, como todas las grandes palabras de nuestro acervo ideológico contemporáneo, tienen un valor relativo. Y relativo, justamente, al objeto sobre el cual predican dicha tolerancia, amplitud o comprensión.

Porque, por ejemplo, ¿qué quiere decir ser un padre comprensivo? Si significa tener conciencia de la flaqueza humana y saber no enojarse en exceso frente a los pequeños errores y fallas de sus hijos, callando a veces, reprendiendo prudentemente otras, pero todo encaminado a la formación virtuosa de sus hijos, está bien. Estamos de acuerdo, ha de ser comprensivo. Pero si comprensión significa desproveerlos de criterios morales, atribuir todos los desórdenes a lo propio de la juvenil edad, sonreír frente a las mayores burradas, concederles toda libertad en el ser y actuar, entonces ser comprensivo es faltar a los más sagrados deberes de la función paterna. “Tengo un viejo de lo más comprensivo” no es precisamente un elogio en labios de jóvenes que se despide de su compañero/a de turno a las cinco de la mañana en el umbral de la puerta de su casa, ni del haragán que ni estudia ni trabaja, ni del que tiene a su padre como un compañero más, solo que un poco más viejo.

De la misma manera, si gobierno tolerante se dice del que, en el respeto de la ley, sabe, a través de su gente, ser lo suficientemente flexible como para prudentemente adaptarse a la variedad contingente de los sucesos y, para no ahogar los posibles brotes buenos, tolerar algo de cizaña en los sembrados y saber que, a veces, hay que admitir ciertos males para fomentar mayores bienes y, reconociendo la débil condición humana, renunciar cautamente al puritano perfeccionismo racionalista, estamos de acuerdo: es bueno que un gobierno sea tolerante. Pero, si tolerancia significa admisión de todo libertinaje, lentitud en juicios y sentencias, permisividad creciente en cuanto a las costumbres públicas, espectáculos, prensa, educación y programas de toda índole, entonces tolerancia significa simplemente desgobierno, traición a la función política, entrega de las mayorías desinformadas y los débiles al poder del más fuerte y a la delincuencia ideológica, política, económica y hasta criminal.

Y, lo mismo ¿qué significa ser un sacerdote amplio? Si significa no acomodarse en juicios y consejos a las minucias farisaicas de una moral excesivamente reglamentada, si quiere decir tener una equilibrada perspectiva respecto a lo que es importante y a lo menos importante, respecto a lo mandado de lo simplemente aconsejado, respecto a lo que habría que hacer y lo que efectivamente puede hacerse, respecto a las condiciones concretas donde se desarrolla la vida cristiana de los fieles; si significa no escandalizarse demasiado de las miserias de los otros, porque uno conoce bien su propia miseria; si significa recibir al pecador arrepentido con la sonrisa cálida y el corazón abierto del padre del hijo pródigo, está bien: hemos de ser amplios y comprensivos. Pero, si ser amplios significa sonreír bobamente al pecado y palmotear bonachonamente espaldas de errados y mentirosos, herejes y enemigos, decir que “sí” felizmente a los novios de tóxicos amores y a los matrimonios burgueses incastos, seguir imprudentemente en la doctrina a marxistas y pentecostales, en la opinión a adúlteros y sodomitas, en la conducta a sinvergüenzas y anticristos, eso no es ser amplio, eso es ser pavote.

Y lo más penoso es que, todas estas concepciones pretenden justificarse en nombre del amor, de la caridad. No voy a detenerme en el análisis de esta palabra, pero he de decir que invocar el término amor para justificar todas estas fealdades y tonterías no es invocarlo en el sentido que le dan Cristo y San Pablo en Romanos 13,8-10.

Yo no sé qué concepto de caridad y amor corre actualmente entre los cristianos, desprovisto de toda fuerza; castrado y ablandado. Y uno se pregunta para qué dos mil años de Iglesia nos habrán dejado el ejemplo de vida y santidad de hombres como, antes que nada, Cristo y Juan el Bautista, tiernos con los miserables y pecadores arrepentidos, pero iracundos y furiosos contra los pecadores instalados, los fariseos y los sinvergüenzas; para qué habrá la Iglesia elevado a los altares a San Atanasio y San Agustín, a San Jerónimo, Santo Domingo y San Ignacio, duros, impetuosos y airados contra las herejías; para qué la sed de justicia de San Luis y San Fernando, Santa Juana de Arco y San Esteban de Hungría, caballeros y cruzados. Para qué todo esto si la solución está en sonreír a todo el mundo, darse la paz fraternalmente entre besos y abrazos, tocar la guitarra todos juntos, humedecerse tiernamente los ojos y provocar la bajada de las palpitaciones.

¡Ay! Amar no es solo un sentimiento, es buscar activa e inteligentemente el bien del otro. Y, si para encaminar al bien a mi hijo he de pegarle una buena esquilada o ponerlo en penitencia, falso será el concepto del amor que me lleva a no hacerlo, a consentirlo, a malcriarlo. Y si el bien de mi prójimo exige que le diga claro dos o tres verdades, aunque me sea más fácil no decirle nada y sonreírle, ¡bien claro se las cantaré! Y, si su bien exige que no lo deje sentarse a la mesa o que le pegue dos nalgadas o que lo metan en la cárcel, todo eso haré o buscaré y todo en nombre de la verdadera caridad cristiana.

Uno de esos deberes de la auténtica caridad y amor nos recuerda el evangelio de Mateo 18, 15-20. La búsqueda del bien del otro a través de la corrección de errores y pecados. Nadie es juez de la interioridad de las personas, es verdad, pero todos somos capaces de pronunciar un juicio exacto sobre la moralidad o no de las acciones exteriores, porque, como cristianos que conocemos los mandamientos, sabemos qué es lo que está bien y qué es lo que está mal. Ninguna amplitud, tolerancia o comprensión podrá pedirme aceptar, con mi actitud o mi palabra o mi silencio, cosas o actitudes que están mal o son inmorales, erróneas o perversas.

Aunque me disguste con el amigo, seré mejor amigo si le indico lo que corresponde que, si por una falsa concepción de la amistad, callo y tolero.

Y si no me escucha, como dice el evangelio, y si es necesario y su bien lo exige, sin dejarme engañar por un equivocado sentido de la solidaridad que no es sino complicidad, iré al padre, maestro, obispo o juez. Y si no se corrige y mientras no lo haga, en nombre del verdadero amor, me apartaré de él, aunque mis sentimientos sangren y aunque me tachen de intolerante.

3. Los siete compromisos sociales del cristiano

Escuchando ciertas prédicas o leyendo algunos documentos eclesiásticos, parecería que cada vez más el amor cristiano se manifestaría eminentemente en el ‘compromiso social’.

Y así como suena la cosa no estaría mal. Porque ‘compromiso social’ puede querer decir muchas cosas, entre otras, el ejercicio responsable de mi función en la sociedad. No perder tiempo si soy estudiante; ser madre consciente de mi misión materna; ser un buen padre de familia; cumplir honestamente mis deberes de comerciante, de funcionario, de profesional, de militar, de clérigo, de trabajador, de juez; en el servicio a los demás, que, sin duda, redundará también en mi propio beneficio, pero, que es, ante todo, el desempeño de una actividad social, comunitaria.

‘Compromiso social’ sería así, antes que nada, hacer lo que me corresponde en el puesto que me ha tocado por vocación o por talento o por decisión personal o, tantas veces, por circunstancias que quizá no he elegido, pero, que son, sin duda, signos de la voluntad de Dios.

Y este es en realidad el primero y el más descuidado de los verdaderos compromisos sociales: ser decente, justo y eficiente en la función que desempeño.

A esto están todos estrictamente obligados.

Pero ‘compromiso social’ podría entenderse de un modo más restringido: algo así como la de ejercer una especie de activismo, desde las bases o en la dirigencia, en orden a lo político. Y aquí entonces habría que entrar en distinciones.

Si por ‘política’ entiendo –como lo hacía Platón, Aristóteles y el cristianismo- la parte de la ‘ética’ o la ‘moral’ que toca a las justas relaciones de los ciudadanos en la sociedad, sin duda que todos, en diversos grados, según aptitudes y responsabilidades respectivas, debemos, de una manera u otra, inmiscuirnos en ella. Pero, si por ‘política’ entendemos mecanismos electorales, partidos, discursos, verborrea de diputados con sus pensiones vitalicias, repartijas de puestos y de poder, concentraciones y mítines, a eso nadie está obligado.

La auténtica política no es el arte de ‘llegar’ al poder, sino, en los gobernantes, el arte de ejercer la autoridad gubernativa hacia el Bien común. Lo importante es gobernar bien. Ejercer y garantizar la justicia, la ley fundada en los mandatos de Dios. No el arte de trepar.

Si a lo primero (trepar), con todas sus mañana e inmoralidades, mentiras y acomodos, nadie está llamado en conciencia. De lo segundo (gobernar en las distintas jerarquías), solo tendrían que ocuparse los capaces y los honestos.

Pero ¿cómo hacer que los capaces y los honestos lleguen al gobierno? Ahí está el ‘quid' de la cuestión. Cuanta más gente virtuosa y capacitada haya en un país más probabilidades hay de que haya gente virtuosa y capacitada en el gobierno.

Por lo cual uno de los definitivos ‘compromisos sociales’ sería tratar cada uno de adquirir virtud y capacidad con la ayuda de Dios y tratar de capacitar y enseñar virtud a los demás. Cuestión de moralidad pública, no de sistema. Promover la virtud de los ciudadanos era uno de los objetivos principales de la Política según Aristóteles y la sabiduría cristiana. Todo lo contrario a los objetivos políticos que se propone, por ideología, el liberalismo.

Capacitar significa entre otras cosas, no solo hacerles adquirir conocimientos varios encaminados a sus trabajos y profesiones, sino enseñar ‘la Verdad’.

Porque si la política no solo tiene que ocuparse, de elegir los medios adecuados para conseguir sus fines, sino que antes todavía tiene que ocuparse de escoger los fines, entonces estamos fritos.

Así no existe la más mínima posibilidad de inteligencia muta, de unidad, de concordia ciudadana, de verdadera paz. Porque los fines están dados por la verdad.

Si tenemos concepciones erróneas respecto de lo que es el ser humano y la vida; es decir, si tenemos una filosofía o antropología o cosmovisión falsa, mal podremos tener una correcta idea de lo que ha de ser la sociedad.

¿Qué proyecto nacional común podrá aunar a un pueblo dislocado ideológicamente? ¿Todos, pues, con sus concepciones del hombre y, por tanto, de sus fines naturales, contrapuestos? Ninguna posibilidad de convivencia pacífica. Ningún falso pluralismo podría integrar, a la larga, semejante sociedad.

Entonces ¿qué suele hacerse mientras los conflictos no estallen? Se reduce la función de gobierno o de la mal llamada política a lo económico.

Lo importante será así la producción y distribución de bienes de consumo. Sobre todo, demagógicamente, la distribución.

El gran problema que predicarán los políticos será (lo cual ya indica una concepción decadente del hombre y de la política) el que haya gente que tiene plata y otros que no la tienen.

Aún limitándose a lo económico, de cómo producir más, ningún político habla. Porque, en general, las recetas para producir más son antipáticas: más trabajo, más inversión, más ahorro, más capacitación, menos prebendas en cómodos puestos estatales, menos despilfarro público y privado.

A todos les gusta, en cambio, hablar de cómo distribuir mejor (los bienes de los demás, no, por supuesto, los propios).

Y, entonces, al fin llegamos a esto. Si ‘compromiso social’ significa protestar ‘proféticamente’ contra el que tiene, acusándolo de ser culpable de la pobreza del que no tiene (lo cual en muchos casos es verdad, pero no siempre) y si se reduce el ‘compromiso social’ a hablar (generalmente sin hacer nada positivo) en contra de la pobreza concibiendo la injusticia social como un problema de bienes materiales, esa forma de ‘compromiso social’ es no solo insuficiente (porque no toca el fondo del problema político y humano) sino que, en la medida de la importancia que se le de, es falso. Conlleva una definición del hombre reducido a sus necesidades materiales y, como tal, aislada de otras necesidades más nobles. Y en la simplificación malévola de una oposición entre pudientes y no pudientes, es uno de los instrumentos revolucionarios de la dialéctica marxista.

Por otro lado, no hay economía humana si no está subordinada a una política auténtica, a la vez normada por los grandes principios de la Ley natural y del cristianismo.

Los buenos catecismos, los que verdaderamente enseñan doctrina, no los sin contenido y llenos de sentimentalismos, cuando, en otras palabras, hablan del ‘compromiso social’ del cristiano enseñan que la caridad cristiana obligaba a siete ‘compromisos sociales’, en su lenguaje, ‘obras de misericordia corporal’, y las enumera así:

• Dar de comer al hambriento;

• Dar de beber al sediento;

• Vestir al desnudo;

• Dar alojamiento al sin techo;

• Visitar a los enfermos,

• Rescatar a los injustamente privados de libertad;

• Enterrar a los muertos.

Miren Uds. (quizá podrían traducirse a un lenguaje y acciones más contemporáneas) qué programa social.

No, en cambio, el hipócrita irá a reclamar a los ricos, o al gobierno, ¡a los demás! Cuando no es sino obligación de todos y cada uno, implicándonos en ello personalmente, como cristianos.

Pero a estas obras de misericordia corporal, el catecismo, el cristianismo, añadía y daba más valor, como un verdadero programa de ‘compromiso político’, a las siete ‘obras de misericordia espiritual’:

1 Enseñar al que no sabe –no por supuesto según la ley de Educación, porque aunque también sea necesario enseñar el alfabeto y la geografía y la matemática, lo más importante es enseñar la Verdad.

2- Dar buen consejo al que lo necesita,

3 Corregir al que erra,

4 Perdonar las injurias,

5 Consolar al triste,

6, Sufrir con paciencia los defectos de nuestro prójimo,

7 Rogar a Dios por los vivos y los difuntos.

Ven, si alguno quiere un buen plan político, al menos para los que estamos en el llano, allí lo tienen. No sobra nada, no falta nada.

Sencilla, pues, y humildemente, como toda verdad, el catecismo –el bueno- nos presenta todo un programa de auténtico y verdadero ‘compromiso social’.

Y todo esto vino a cuento por el evangelio de Mateo 18, 15-20. Tercera obra de compromiso social en el orden político: “Corregir al que erra”. No callarnos frente al error y la mentira. No sonreír al pecado. No hacerse sus cómplices con el silencio y la falsa tolerancia o, peor, con la asimilación o imitación.

¿No te metás?

¿Quién no se da cuenta de que, a todos los niveles, la lectura de Mateo 18, 15-20, con el deber de la corrección fraterna, nos trae a la conciencia uno de los tantos olvidados verdaderos ‘compromisos sociales’?

4- No tomar todo al pie de la letra

Mateo 18, 15-20 transcribe enseñanzas de Jesús muy articuladas a procedimientos judiciales y costumbres de sectas esenias y fariseas de su época y que ya no tiene sentido seguir al pie de la letra. Las palabras del evangelio de hoy adquieren vigencia solo por comparación con las reglas de expulsión o excomunión inmisericorde de esas sectas y en la insistencia cristiana de todos los pasos previos que hay que dar encaminados no a la perdición y condena del pecador sino a su conversión, y qué clima de oración –“dos o tres reunidos en mi nombre”- Jesús pide antes de proceder a la expulsión, excomunión o cuarentena.

Seguir al pie de la letra el evangelio sería, pues, ridículo, porque el espíritu de estas normas hoy está encarnado, para los casos más públicos, en los procedimientos judiciales del Código de Derecho Canónico y, para los que atañen a nuestra vida cotidiana, en la prudencia y el sentido común que ha de adaptar a cada circunstancia el espíritu del evangelio.

De todos modos es bueno recordar la obligación que, proporcionalmente a nuestras responsabilidades, tenemos todos a la corrección fraterna y no tanto porque en teoría no entendamos lo que el evangelio quiere decirnos, sino porque nos resulta difícil ponerlo en práctica: merced al ‘no te metás' y al subjetivismo, al individualismo reinante.

El ‘no te metás' es un vicio de siempre. En todas las épocas ha sido más fácil seguir caminando desde Jerusalén a Jericó y no mirar al tipo a quien están asaltando al borde del camino. En nuestro caso de la corrección lo mismo: si mi observación me va a causar o me va a costar un disgusto con mis hijos, con mis amigos, o causar problemas, enemistades o me van a tomar por ‘gil' o por metido; si, por mi corrección o denuncia, se va a fastidiar el obispo o la autoridad cuya política máxima es el “no hagan olas” o si mis compañeros, en esa falsa solidaridad con el mal que se tiene hoy como virtud, me señalarán como soplón, mejor no me meto, no digo nada.

Pero así vamos, porque si esto mismo lo hace todo el mundo, todo se viene abajo, al venirse abajo el edificio de esas presiones y censuras sociales que mantienen el tono moral de una comunidad y hacen a su vertebración política y, por lo tanto, nacional dejando en ‘órsay’ a los pocos que se atreven a hablar o a los que, por profesión, deben hacerlo como, por ejemplo, los curas, que, al final, por eso nos hacemos antipáticos a todo el mundo. Cuando no, para hacernos los simpáticos, entonces tampoco decimos nada o, peor, atacamos con todo el mundo a los chivos expiatorios o cabezas de turco del momento: FMI, países del norte, … y a todos los demás (coimeros, intelectualoides corruptores de izquierda, etc.) damos un inmenso, universal, ecuménico y empalagoso abrazo de cobarde complicidad sin riesgos. (Sin riesgos inmediatos porque a la larga, así todo se pudre y terminamos, sin patria ni objetivos trascendentes, en falso orden estabulado por la mediocridad burocrática comunista o socialdemócrata)

No: más vale perder bienes y amistades -falsas- que perder mi honor y mi conciencia en complicidad silenciosa con el mal, proxeneta vergonzante de vicios y de crímenes ajenos.

Pero es que, además de nuestra cobardía, entra en todo esto el espíritu liberal individualista de la sociedad contemporánea –que, por eso mismo, deja de ser verdadera sociedad–. Cada persona es un mundo aparte: pareciera que no existe un bien común que respetar, que no tengo deberes con el prójimo, que cada cual puede hacer su propia vida sin interesarle un centavo los demás.

No es así: somos animales sociales y nuestra responsabilidad va más allá del ámbito de nuestra pura individualidad. Somos cristianos y nuestro amor ha de alcanzar ciertamente a los demás. No solamente por caridad, sino por justicia y proporcionalmente a nuestro grado de proximidad, autoridad y responsabilidad. Todos tenemos el deber de ayudar a nuestro prójimo con la palabra oportuna, amiga y, si es necesario, fuerte y aún, en última instancia, tenerlo como pagano y publicano. ¿Cómo voy a invitar a mi casa y a sentar en la mesa con mis hijos al delincuente, al que se burla de las leyes de Dios y de los hombres, al infiel confeso con su cómplice? ¿Cómo voy a tratar igual al bueno y al malo, al honesto y al corrupto?

Y no se diga que ‘no se puede juzgar’, porque ciertamente no podré adentrarme en las intenciones profundas de los hombres -esas quedan al juicio de Dios- pero sí puedo -y debo- saber juzgar sus actos exteriores. Quizá no pueda, con absoluta seguridad, decir ‘este es un malvado’, al contrario, debo presuponer que algo bueno tiene y, por lo tanto, de acuerdo a mis obligaciones o proximidad con él, trataré de ayudarlo a corregirse. Pero si puedo decir ‘este tipo de conductas, acciones y palabras yo no las admito en el círculo de mis negocios’ y, menos todavía -si soy hombre de gobierno- en el círculo de mis pares y de mis subordinados.

Y todo esto parece duro, por el tercero y último de los motivos que apunté: el subjetivismo; el creer que las normas morales, éticas, pertenecen pura y exclusivamente al dominio de la conciencia del sujeto, del yo de cada uno; que cada cual es su supremo legislador, dueño de hacer su arbitrio, poseedor de la ciencia del bien y del mal; que la eticidad es algo arbitrario, invento de los hombres o de los cambiantes legisladores y, por lo tanto, convencionales, reformables; y que no me obligan sino a través de coacción exterior. De allí –en esta interpretación- que si yo “lo siento así“ o si yo “así lo pienso”, nadie puede venir de afuera a decirme que la cosa está mal, que tengo que proceder de otra manera, enmendarme. Cuanto mucho, en aquellos comportamientos que puedan tocar los derechos de los demás nos ponemos de acuerdo en aceptar lo que diga la mayoría. Y lo que hoy decida como bueno, mañana puede votarlo como malo. El aborto era malo, ahora es ‘bueno’. La infidelidad era mala ayer, hoy es ‘buena’. Todo depende de la ley de los hombres, de su sentir, pensar o antojo circunstancial.

Claro, si la ética fuera esto: modos de comportamiento votados por las mayorías, o las pautas o falta de pautas que cada unos asume para regir su vida, por supuesto que yo no tendría el derecho ni el deber de corregir a nadie. Lo que yo entiendo como defecto, el otro lo entiende como virtud y los dos tendríamos igual razón. Bastaría que cada uno procediera de acuerdo a lo que piensa con buena intención para que el acto fuera bueno. No interesaría el acto en sí, sino la intención y la coherencia interna del individuo. Pero justamente allí, en ese campo de las intenciones y de lo interno, nadie se puede meter: “la Iglesia no juzga de lo interno”, de tal manera que nadie podría ni debería estrictamente juzgar nada.

Pero no es así: aunque ciertamente hay muchas costumbres puramente convencionales y que admiten reforma y opinión, las leyes fundamentales del actuar humano no son arbitrarias, sino derivadas de la estructura misma del hombre. Así como existen leyes físicas y químicas -que descubren, no inventan, los científicos- y a ellas se ajusta la actividad de la materia; así como existen leyes biológicas que descubre la medicina -no la inventa ni la vota- y cuya violación enferma o mata al hombre, prescindiendo de las intenciones buenas o malas del que las infringe, así las leyes morales hacen objetivamente a la salud y felicidad humana de individuos y sociedades prescindiendo de su intencionalidad.

De tal manera que cuando señalo amistosamente a alguien su mal comportamiento -lo lesione éste a él o, peor, lesione también a terceros o a la sociedad- y cuando hasta llegue a ponerlo en ‘cuarentena’, estoy haciendo lo mismo que el médico cuando diagnostica a alguno una enfermedad y le señala los remedios adecuados para curarse o aún lo obliga a aislarse para no contagiar a los demás. Y más obligados aún entre los cristianos cuando se trata de señalar opiniones o conductas de las cuales depende la salud y felicidad eterna del hombre. (“Lo que ustedes aten en la tierra será atado en el cielo”) ¡Qué responsabilidad si sabemos que alguien está por tomar un veneno o repartirlo a los demás y no se lo advertimos!

Entiéndase bien, la moral no es puramente subjetiva: son leyes de salud objetiva que es criminal no hacérselas saber a los demás aunque les duela, aunque les cueste, aunque tengan que someterse a dolorosas terapias para curarse, aunque nos dé lástima el diagnóstico, aunque haya que ponerlos en “cuarentena”.

Pero en fin, hoy la mágica papeleta, en el engaño del cuarto oscuro, ha servido para dar a un minúsculo grupo de argentinos todo poder para legislar a favor o en contra de las leyes estructurantes del hombre, de la sociedad o de la economía. Su legitimidad les viene no de su inteligencia y captación de las leyes humanas y divinas y su adaptación realista a las circunstancias, sino del espaldarazo subjetivo de las masas.

Y sí yo, mal que me pese, no puedo augurar nada bueno para la nación y me convierto automáticamente en un antipático profeta o vigía que, desde su colina, ve avanzar al enemigo, mientras todos gozan de sus proyectos locos y sus cada vez más magros banquetes. Es el contexto de Ezequiel 33,7-9: en el horizonte de la amenaza de Nabucodonosor, Judá en medio de fiestas y alianzas tontas. Dios ordena al vigía, desde el atalaya, que grite alarma.

5- La corrección humilde

Lo dice Santo Tomás en la Suma: "si es obligación de cualquiera acudir a las necesidades físicas y materiales de aquellos a quienes ha de amar, ayudándolo positivamente y defendiéndolo de los peligros, ¡cuánto más en las necesidades y peligros morales!"

Pero en todo este campo existe como una especie de falso pudor e infundado respeto que nos lleva muchísimas veces con nuestro silencio a ser cómplices de los errores de los demás. Falso pudor que, a veces, no es sino falta de convicción en las propias ideas, en la propia fe.

Claro, nadie es dueño de la verdad o de la virtud. Es peligroso también mirar la paja en el ojo ajeno y olvidarse de la viga en el propio. Y el consejo de "no juzguen y no serán juzgados" de Jesús sigue valiendo en toda circunstancia. Pero, aquí no se trata de ser dueños de la verdad, sino de ser depositarios de ella. Saber que, no por nuestros méritos, sino por gracia de Dios, poseemos la verdad, verdad que es de Dios y no nuestra y que Él quiere que sea para todos. Verdad cristiana que, en el campo de la moral no es una mera opinión de grupo, una manera de comportarse convencional y cambiable, un modo peculiar de actuar impuesto arbitrariamente, sino la manera saludable de comportarse que corresponde al hombre, a todo hombre, a todos los hombres y que garantiza su recto funcionar y, por eso mismo, sus posibilidades de realización y de felicidad.

Los mandamientos son las únicas pautas de conducta capaces de hacer digna y feliz la vida de los hombres y las sociedades. El pecador, sea consciente o inconsciente de su pecado, se está, antes que nada, haciendo un terrible daño a sí mismo. Daño de consecuencias incalculables para él y para los que lo han de sufrir ya en esta vida y que, además, nosotros sabemos compromete su eternidad.

En este mundo confundido en el que estamos sumergidos, en el cual, justificando toda clase de debilidades y desviaciones, pululan las doctrinas erróneas, abundantemente servidas por los medios, los malos ejemplos públicos, las cátedras envenenadas ¡cuánto más urgente se hace el deber de no callar! Aprovechar la oportunidad para deslizar la palabra de verdad, de crítica inteligente, de advertencia, de corrección fraterna.

Por supuesto que tratando de no herir, de no infamar, de decir las cosas bien, inteligente, respetuosamente. Pero no callar. No enterrar nunca la luz de la verdad, el bálsamo de la verdad, la caridad de la verdad.

Deber estricto no ya de amor sino de justicia que tienen todos los que de una manera u otra están constituidos en autoridad: padres, maestros, gobernantes. A ellos se aplican sobre todo las terribles palabras de Ezequiel: "Si tú no hablas al impío para que corrija su conducta, él morirá, pero a ti te pediré cuenta de su sangre".

Pero también deber del amor que nos debemos los unos a los otros los iguales, sobre todo entre amigos. ¿No es acaso el objetivo más alto del amor cristiano el ayudarnos mutuamente a hacernos santos?

En estas épocas en que por falta de tiempo y de silencio es tan difícil hacer exámenes de consciencia ¡qué buen servicio nos prestaríamos mutuamente si nos ayudáramos los unos a los otros a reconocer nuestras faltas y defectos! ¡Cuántas personas de fundamental buena voluntad podrían haber sido salvadas del desastre por sus amigos con una oportuna palabra, un consejo, una advertencia!

Y no: perspicaces como somos para los ajenos defectos, en vez de buena y delicadamente hacérselos saber, nos divertimos a lo mejor criticándolo, infamándolo a sus espaldas.

En fin, todo esto es de fácil teoría, pero difícil aplicación: cómo decir las cosas sin herir, sin despertar reacción, cuándo hablar, cuándo mejor callar, cuando meterme y cuando no... Santo Tomás trata de explicarlo en la Summa II-II, cuestión 33, y allí hay que remitirse.

Porque por cierto que no queremos instigar a cualquiera a que se ponga en vigilante de su hermano o a que nos hagamos, como dice Tomás, "exploradores de vidas ajenas".

Será el verdadero amor a los demás, junto a la humildad y a la prudencia, quien no hagan cumplir este precepto de la corrección fraterna como corresponde. También ellos nos harán aceptar y valorar sin rencor lo que nos digan cuando los corregidos seamos nosotros.

6- El chisme y la difamación

A raíz de nuestro evangelio de Mateo 18, 15-20, no estará de más hacer una pequeña incursión por un campo de la moral que fácilmente descuidamos. Tendemos a reducir el campo de la moralidad a nuestras acciones, con especial referencia al sexto mandamiento, cuanto mucho al campo de los bienes materiales de los demás: su integridad física o patrimonial. Sabemos que el adulterio es malo; que matar a alguien o despojarlo de dinero es inmoral. Empero hay una conciencia muy laxa cuando se trata de despojarlo de bienes que son mucho más importantes que los económicos.

Por ejemplo, todos tenemos derecho, mientras no probemos evidentemente lo contrario, a nuestra fama, a nuestra reputación, a que la gente nos considere normalmente honestos. Cualquiera que hable mal de nosotros, pues, nos está robando ese bien y, según la moral cristiana, nos infiere un daño mucho más grave que si nos privara de bienes materiales.

Hay una cierta conciencia, es verdad, de que atribuir a otros defectos, delitos, vicios o culpas inexistentes o peor, inventadas, es una falta grave: la calumnia. Pero lo que se sabe menos es que, aún la simple difamación o detracción, es decir, el revelar hechos reales, pero secretos o conocidos por pocos, no públicos, es una acción innoble e inmoral. No solo es un atentado a la justicia, el deterioro de un bien que hemos de respetar absolutamente -la fama-, sino que, para un cristiano, es un gravísimo pecado contra la caridad.

Tanto más cuanto que porque algo sabemos de moral, los cristianos fácilmente nos ponemos en censores y aún nos parece que somos buenos cuando, con expresión sentenciosa o aparentemente compasiva, decimos las cosas: "Pobrecita, qué lástima que tome", "Si, no es malo, una pena que tenga tanta debilidad por...", "lo que habrá tenido que hacer, pobre, para conseguir el ascenso"...

Solo excepcionalmente uno podría revelar un defecto ajeno. Por ejemplo, si una persona conocida se va a asociar con alguien que nos consta que es un estafador y no se ha arrepentido de ello. Pero sería malvado, perverso, injusto, el revelar un episodio pasado que ya ha sido expiado o del cual el tiempo ha ofrecido pruebas suficientes de arrepentimiento y de cambio.

Y todos sabemos que para hablar mal de los demás no es necesario decir muchas palabras, basta una reticencia, una sonrisa, un "no es malo, pero...", un "mejor me callo", para echar una sospecha, una duda, sobre la fama ajena, a veces con consecuencias graves para su trabajo, para sus relaciones personales.

Con enorme ligereza pasamos de la sospecha infundada al juicio temerario, del juicio temerario a la murmuración, de la murmuración a la difamación; y, de la difamación, es difícil que no caigamos en la calumnia, porque siempre nos gusta sazonar, adobar nuestros cuentos con adjetivos o detalles de nuestra cosecha, haciendo pasar por cierto lo que es solo un chisme sin fundamento, o haciendo figurar como vicio y hábito lo que ha sido solo un incidente aislado.

Para un cristiano ni siquiera sería excusa, para comentar el defecto o la situación irregular o el delito o pecados ajenos, el que todo el mundo los supiera. En toda crítica innecesaria siempre pasa una dosis de la soberbia del fariseo que se cree mejor que el publicano, siempre hay una desconsideración por el prójimo; lo menos que se puede decir es que, en el mejor de los casos, siempre se lesiona el precepto evangélico del amor aún al enemigo.

Es verdad que los medios de comunicación y el periodismo en general nos han acostumbrado a todos a no considerar como malo el ventilar vida y defectos de los demás a los cuatro vientos. Pero mal de muchos consuelo de bobos y excusa de nadie, y menos de hermanos de Jesús.

Y ¿qué pueden pensar nuestros hijos si constantemente nuestro tema de conversación es la crítica, ventilar los defectos de todo el mundo, aunque se lo merezcan: desde los políticos a los amigos y parientes? ¿No queda nadie en pie? Aunque creamos que lo hacemos moralizantemente, para mostrar que ciertas cosas o acciones no están bien, no han de hacerse, a la larga: ¿eso no dañará el aprecio que los chicos han de tener espontáneamente al prójimo, esa confianza básica en los demás sin la cual no se puede vivir? Y, además, si todo es mal ejemplo, si todo es inmoralidad, si no hay nadie honesto, ¿porqué ellos habían de ser excepción? ¿No hay ninguno a quien alabar, no hay buenos ejemplos que mostrarles, no hay personas en las cuales creer? ¿Todo ha de ser crítica, ambiente envenenado, protesta?

En ese sentido vean que no solo el que chismosea, el poseedor de la última sabrosa noticia, sino también el que lo escucha, quien se presta al chisme, aun cuando ponga cara de escandalizado, aún cuando mire al cielo, aún cuando después de escuchar complacientemente la murmuración diga "¡pobrecito! hay que rezar por él", también él es cómplice de la detracción; de este pecado que clama al cielo, porque el difamado no tiene defensa contra él, y una vez lanzadas las palabras, la sonrisita, el meneo de cabeza, el silencio afirmativo, el "ventileo", ya no se pueden recoger.

Y no solo las faltas menudas o los pecados privados. Aún hay que tener cuidado en el comentario de lo público, también eso puede hacer y hacernos mal. No se crea que criticando a la falta, cuando uno la comenta o la saca a luz adoptando aires de moralista, no hace daño a los que lo escuchan. Fíjense todo este lío causado por la secta de los “Niños de Dios”. Se publican sin tapujos hechos nefandos, aberrantes, por supuesto, criticándolos, pero ya hablando libremente de ellos, sin ningún pudor. Y como, por supuesto, no han cometido ningún delito punible, por la lentitud de nuestra justicia liberal, los autores pronto estarán todos en libertad y no pasará nada. Se ha hecho propaganda gratuita de las aberraciones, pero nada se hablará de castigo y de condena. Al contrario, habrá defensores y justificaciones. La próxima vez nos escandalizaremos menos y las acciones que hoy impúdicamente se nos han relatado ya no nos sorprenderán. Poco a poco, así, hipócritamente, gracias a los medios de comunicación, la moral general se va al tacho.

Es como cuando salían y salen esas famosas estadísticas, abultadas a propósito: ‘hay un ochenta por ciento de jóvenes entre tal y tal edad que se droga’, ‘un noventa por ciento que ha robado alguna cosa alguna vez en un supermercado’, ‘un no sé cuanto por ciento de homosexuales’, ‘un doscientos por ciento de mujeres que no llegan vírgenes al matrimonio’. Por supuesto que al principio eso es mentira, pero al final, logran ir metiendo en la cabeza de la gente "y bueno, lo hacen tantos, tan malo no será..." y, al cabo, esas estadísticas mentirosas, difamatorias, calumniosas, quizá terminan por ser verdad...

Pero vean: así como no evita el pecado de difamación quien complacientemente escucha a la vecina o al amigo susurrar de su prójimo, tampoco evita la indignidad, la degradación, quien, aún solo, pero peor en compañía de sus hijos, se presta a perder el tiempo frente a la televisión o a los diarios leyendo o escuchando noticias de crímenes, aberraciones o delitos.

Hay tantas cosas lindas, buenas y bellas que leer o que hacer o que ver. No todo es corrupción, no todo es porquería. Y ¿Para qué saber de ciertos hechos? ¿Qué añade a mi salud mental conocer la existencia de vicios extremos que, en un ambiente corrientemente sano, nunca aparecen? ¿No era mejor la ingenuidad de nuestras abuelas? ¿Qué sé yo a qué mente enferma mi comentario, aún reprobatorio, puede llegar a enseñarle, tentándolo, malas acciones de las cuales la nesciencia lo protegería?

Castellani decía que, en épocas cristianas, se hacía propaganda del castigo y se hablaba poco del delito. La gente veía la pena: a los malandras, por ejemplo, se los ponía aquí en Buenos Aires, debajo de los balcones del Cabildo, dos o tres días en el cepo, para escarmiento público: todo el mundo se daba cuenta de que el crimen no daba réditos. Hoy en día todos conocen con pelos y señales, mediante la prensa amarilla o los noticieros de más rating, los mínimos detalles del crimen, de la estafa, del curro o de la aberración criminosa; son casi cursos de delito y depravación. Nunca se sabe nada de la pena o del castigo.

En fin, puede que referirnos a los defectos más o menos conocidos del prójimo, no siempre (según las circunstancias) sea una falta gravísima. Pero, repito, no se trata solo de una cuestión de justicia, de derecho de cada cual a su fama, se trata también de una cuestión de caridad, de esa moralidad suprema de la cual habla la epístola de Pablo a los Romanos 13,8-10 y que es la del amor. Siempre el hablar mal de los demás, aún cuando sean faltas notorias y reales, si no se hace necesario para el bien del que nos escucha, es falta o, por lo menos, imperfección. Ningún cristiano que tenga la más mínima pretensión de ser fiel al evangelio puede permitirse el hacerlo.

Cada vez que hablamos de algún ausente hemos de preguntarnos: ¿contaría ésto si él estuviera presente? Lo que diré: ¿lo hará quedar bien o mal? Si mal, y si es algo público, no privado ni conocido por pocos, que de ninguna manera tengo derecho a mencionar, ¿edificará, hará bien al que me escucha? ¿No tengo otro tema mejor; no podré más bien dar una noticia buena; señalar un rasgo ejemplar; mostrar un aspecto amable aún de la persona a quien estoy por criticar?

Y, si finalmente me consta que alguien está haciendo algo que no corresponde, o tiene un defecto que podría corregir o un pecado del cual arrepentirse, ¿no tengo, antes que a nadie, obligación de ir y decírselo a él? No criticarlo por atrás, sino, con prudencia, con caridad, con humildad, con tacto, con compasión, ir y reprenderlo a él.

Miren Uds. con cuantas cautelas, con cuantos rodeos el evangelio de hoy se refiere a los defectos ajenos y cómo hay que hacer, no para denigrar o infamar al culpable, sino para ayudarlo a salir de su situación.

Si no sos capaz de dar una mano al extraviado o, por lo menos, de hablar con los que son capaces de dársela, padres o superiores, mejor callate, rezá por él, corregí tus propios pecados, burlate de tus propios defectos... Compartí el amor del Padre que espera siempre el regreso de su hijo pródigo y honrá la sangre de Cristo derramada por los pecadores; mis hermanos pecadores. Yo, pecador.

7 – La obligación de corregir

Es una pena que el pasaje de Mateo 18, 15-20 que acabamos de escuchar se lea aislado de su contexto. Si Uds. en sus casas lo releen en sus nuevos testamentos verán que se encuentra ubicado entre la parábola de la oveja perdida y la sentencia sobre la necesidad de perdonar 70 veces siete.

En realidad, lo que hemos leído hoy, no solo lo reporta exclusivamente el evangelio de San Mateo, sino que apenas tiene originalidad respecto a lo que enseñaban los rabinos de la época o de lo que aparece en los documentos de Qumram. Es claro que Jesús, amigo de pecadores y publicanos, como le acusaban sus enemigos, no iba a usar despectivamente esos términos: "considéralo como pagano o publicano".

Pero es sabido que el evangelio de Mateo refleja las costumbres que imperaban en las comunidades cristianas formadas por judíos y que aún se sentían ligadas al judaísmo. Lo que Mateo describe es lo que, siguiendo el actuar de sus mayores, una vez extinguido el fervor de la primera generación cristiana, habían tenido que comenzar a hacer otra vez esas comunidades o iglesias venidas del judaísmo para corregir la conducta ya relajada de algunos de sus miembros. El evangelista Mateo no desaprueba estos procedimientos jurídicos pero insiste en que se ajusten a los pasos de la prudencia y, en última instancia, recuerda el primado del perdón y la comprensión.

Aún así, en estas antiguas reglas de las sinagogas, hay algo de permanentemente válido: esas tan olvidadas tres primeras obras de misericordia espiritual que aprendíamos cuando chicos: Dar buen consejo al que lo necesita; Enseñar al que no sabe; Corregir al que erra.

No digamos nada de la obligación que tienen de hacerlo padres, maestros y superiores. Deber que hoy se cumple tan poco. Padres sin autoridad que, porque apenas están en casa ni dialogan con sus hijos, o porque su propia conducta no es capaz de respaldar sus palabras, o incluso porque temen enfrentarse con sus hijos o ser tildados por éstos de anticuados, provocando enojosas discusiones, desvían la vista hacia otro lado o, en criminal amiguismo, les guiñan un ojo cómplice o, si sospechan algo, prefieren no tomarse el trabajo de averiguarlo... O, quizá peor, desde chicos apabullándolos a gritos e improperios, no tanto por inconductas, sino porque los molestan a ellos...

Maestras, que no pueden decir nada a sus alumnos porque los reglamentos permisivos de una pedagogía suicida se lo impide, o porque, cuando lo hacen, todavía tienen que contender con la defensa encendida que los padres hacen del alumno amonestado y, en ciertos casos, hasta de algún avisado defensor de los derechos humanos...

Obispos que no pueden señalar la inconveniencia de determinadas costumbres o de ciertos espectáculos sin que se les recrimine fuertemente por todas las ondas y todos los canales interferir con la libertad de expresión o meterse en lo que no les importa...

Pero ¿qué se puede pretender de una sociedad que ha impuesto como norma el relativismo y, en nombre de una falsa democracia sin verdad y sin normas, lo único que custodia son los derechos de los delincuentes, los corruptos, los pervertidos sexuales, los blasfemos y los mentirosos?

Y allí justamente viene una de las cautelas de nuestro evangelio, hoy, cuando la fama de las personas tan abusivamente se pasea y desnuda frente a los medios. Políticos y periodistas, que son para nuestra desgracia los grandes maestros de la opinión pública, no vacilan en ensuciar a la gente a diestra y siniestra. Sean o no verídicas sus insinuaciones o denuncias, como si necesitáramos de incentivos, nos acostumbran a que es permitido y lícito hablar con ligereza de los demás.

Es claro que, al fin y al cabo, los que quieren transformarse en personajes públicos, ya conocen las reglas de juego y saben de entrada que están expuestos a estar en boca de todo el mundo y por lo tanto, a la calumnia. Es verdad también que los pecados públicos pueden y deben públicamente condenarse. Pero, de ninguna manera, el cristiano debe bajar constantemente a sus conversaciones esas miserias y, mucho menos, acostumbrarse a la crítica de su prójimo, conocidos y familiares.

Se piensa que, porque se está hablando de cosas ciertas, es lícito hacerlo. No es así. Ciertamente que imputar a otros, falsedades o acciones y dichos que no nos constan fehacientemente, lo que se llama "juicio temerario", es sencillamente calumniar, injusticia gravísima que inferimos a nuestro prójimo y que exige no solo arrepentimiento sino restitución: afirmar delante del mismo público que nos ha escuchado que eso no era cierto. Pero aún manifestar sin justa causa un vicio o defecto oculto verdaderos de otro es difamación o detracción. También ello es indigno de un cristiano y falta grave. Y aún criticar los defectos públicos ajenos es lo que se llama murmuración, acción que deben evitar todo varón o mujer de honor y que es por lo menos falta de caridad.

Uno de los mejores elogios que alguna vez he escuchado de una persona es: "nunca se le he oído hablar mal de nadie".

Y es claro que no basta no hablar mal: es suficiente una sonrisita, un silencio, un gesto, un "si, pero" o un "mejor no digo nada"... para derrumbar la fama de alguien. Como también negar o callar sus cosas buenas o alabarlo flojamente cuando merece mucho más.

Ciertamente que asuntos graves -que no supiéramos dentro del secreto profesional o los sacerdotes por el sigilo sacramental- podríamos revelarlos cuando se juegan intereses mayores: por ejemplo, de alguien que sabemos que es deshonesto (no arrepentido, por supuesto) y quiere asociarse en un negocio con un amigo nuestro; o de un casado que quiere contraer en bigamia nuevo matrimonio, o alguien del cual conocemos acciones deslucidas y quisiera entrar en un seminario para hacerse sacerdote...

Más aún: a veces es imperiosa la denuncia en asuntos que lesionan gravemente el bien común. En ese sentido, ciertas falsas solidaridades corporativas o las que son comunes entre condiscípulos, cuando se trata de cuestiones serias, se transforman finalmente en complicidad.

Como también es necesario, por deber de caridad, poner en conocimiento de los padres o superiores las malas andanzas de sus hijos o súbditos, con el fin de que puedan corregirlos. Y en esto particularmente se cometen graves omisiones. Suele pasar que son justamente los padres y superiores (mientras todo el mundo lo comenta detrás de ellos) los últimos en enterarse de lo que hacen aquellos, y no siempre por propio descuido: es obvio que el hijo o el dependiente, delante del padre o superior, trata de ocultar sus desaguisados y los perpetra fuera de su vista. Si alguien no se lo cuenta ¿cómo se van a enterar? "El obispo o el párroco o el papá o el director, dicen, no toma medidas", pero ¿alguien fue con espíritu de caridad a contarle lo que estaba pasando?

De todos modos, el evangelio de hoy nos dice que, cuando es posible, no siempre lo es, y sobre todo si uno nota buena disposición en aquel en quien observa un defecto subsanable, un actuar inconveniente, lo más caritativo es ir personalmente a hablarle. Siempre el tú a tú, con una taza de café o un vaso de vino en el medio, es mejor que la acusación y por supuesto muchísimo mejor que la murmuración, la difamación o la calumnia.

Aún de uno mismo, ¡cuántas cosas hubiera podido corregir, tanto en lo personal como en la profesión u oficio o ministerio que ejerce, si la gente, en vez de criticarnos por atrás, hubiera venido a decirnos buenamente "no digas esas cosas, no hagas esto, hacé aquello". Dios nos libre de los metidos y los catones y reparones, pero agradezcamos (y recemos por ellos) a los que, porque nos quieren bien, aunque algo nos duela, nos señalan los defectos reparables y vienen, cuando corresponde, a ponernos los puntos sobre las íes.

8 – Para salvación de mi hermano

Las formas de oración que aún hoy mantienen los judíos ortodoxos se remontan a la piedad sinagogal del siglo primero, muy probablemente contemporánea a Jesús. Además de introducciones y diversas alabanzas salmódicas esta oración, tanto a la mañana, como al mediar el día, como a la tarde, se estructura en dos partes fundamentales: una a modo de profesión de fe, la conocida 'Escucha Israel', a la manera de nuestro Credo, y, otra, a modo de oración, las 'dieciocho bendiciones', a la manera de nuestro Padre Nuestro y sus siete peticiones. Y así como el Credo y el Padre nuestro identifican la fe y la plegaria del cristiano, así la 'Sema' y el 'Sermoné esré' identifican al judío, todavía en nuestros días.

Esta oración sinagogal que, mientras estuvo en pie, realizaban los judíos también en el templo, en el patio de los varones, fue compartida por los primeros cristianos provenientes del judaísmo durante muchos años, probablemente con el solo añadido del Padrenuestro. Los Hechos de los Apóstoles atestiguan esta costumbre de los primeros cristianos de acudir cotidianamente al templo a orar. Es que en esa primera generación de judíos cristianos existía la profunda convicción de que ser seguidores de Jesús de ninguna manera era incompatible con el ser judíos y conservar sus leyes y costumbres. Y si es verdad que, al comienzo, creían que todos los judíos se convertirían a Cristo, siendo éste la plenitud del don y la palabra de Dios al pueblo elegido, aún cuando, a poco, constatan que la mayoría de sus connacionales lo rechazan o le son indiferentes, todavía piensan que, lo mismo, ellos, seguidores de Jesús, continúan siendo judíos. Al menos como una rama más de las tantas que había entonces: fariseos, saduceos, esenios, apocalípticos, discípulos de Juan Bautista, zelotes, sicarios y varias más. De hecho, entre ellos -los cristianos- y los demás judíos, no existía al principio mucha más rivalidad que la que podía existir entre franciscanos, dominicos, jesuitas o miembros del Opus Dei o, cuanto mucho, entre calvinistas y luteranos. Salvo algunos momentos ríspidos convivían normalmente en paz y todos utilizaban -si querían- el templo y las mismas sinagogas.

Pero, después de la caída de Jerusalén en el año 70, se produce entre los dirigentes fariseos un movimiento de intolerancia. Diezmada la nación judía en su guerra contra Roma -guerra a la cual habían sido contrarios los fariseos y por eso habían dejado en masa a Jerusalén antes del sitio-; muertos con la espada en la mano o apresados en combate saduceos, esenios y zelotes; los cristianos habiendo sido precedentemente expulsados, por poco confiables, de Jerusalén por las autoridades judías; solo quedaron como grupo ilustrado sobreviviente los letrados fariseos. Se reúnen en Jamnia, pequeña ciudad Palestina al sur de Jaffa y, liderados por el rabino Johannán ben Zakkai, restablecen el Sanedrín, ahora compuesto exclusivamente por fariseos. Este Sanedrín, creyendo único medio de salvar la identidad judía el aferrarse a la ley, inicia una labor de purga y hostigamiento de todo aquello no estrictamente fariseo. Persigue a los pocos saduceos sobrevivientes, quema todas sus obras, junto a los de la escuela apocalíptica y esenia, y manda excomulgarlos, expulsarlos, junto a los cristianos, de todas las sinagogas. La autoridad del Sanedrín de Jamnia, con pocas excepciones, es reconocida en todo el mundo, de tal manera que el judaísmo pronto quedó ceñido a la única tendencia farisea que, finalmente, se verá representada en el Talmud, recopilación de todas esas tradiciones, leyes y preceptos que combatía Jesús. Ese es el origen sectario del judaísmo moderno, que no mucho tiene que ver con la espiritualidad auténtica del antiguo testamento y tanto menos del nuevo.

Pero, lo que es más importante, es que esa excomunión a los no fariseos, el Sanedrín de Jamnia, en el año 80, la concreta para los cristianos en el 'Semoné esré' -las dieciocho bendiciones-, en la última, que en realidad es una maldición, la llamada 'birkat ha minim', que reza así: "Que los apóstatas no tengan esperanza. Que el reino de la maldad sea desarraigado en nuestros días. Que los nazarenos y los 'minim' -es decir los cristianos- desaparezcan en un abrir y cerrar de ojos. Que sean borrados del libro de los vivos y no sean inscritos con los justos. Bendito tú, Adonai, que abates a los orgullosos."

Esta maldición obligatoria en la oración oficial de los judíos era un golpe mortal dirigido al corazón de las relaciones entre el judeo-cristianismo y el judeo-fariseísmo. Obligados a maldecirse a sí mismos en la oración que todo judío recitaba tres veces al día, los judeo-cristianos sólo podían o apostatar de su fe en Jesús o aceptar la expulsión de la sinagogas.

Es así que, poco a poco, a la manera de los samaritanos, los judeocristianos, que forman iglesias sinagogales en Cafarnaún, Belén, Nazareth y algunas ciudades palestinas más, excomulgados por los judeofariseos, van quedando aislados. También aferrados a las costumbres judías van quedando aparte de las Iglesias cristianas helenistas, es decir de gentiles convertidos que, en la línea de San Pablo, junto con muchos otros judíos de la diáspora, no se sienten de ninguna manera obligados a las leyes veterotestamentarias y, menos, fariseas.

Los judeo cristianos, separados ya de la gran Iglesia y despreciados por el judaísmo forjado en Jamnia, desaparecen de la historia a principios del siglo III, dejándonos solo algunos escritos y las ruinas de sus iglesias-sinagogas que hoy excavan los arqueólogos.

El evangelio de Mateo, como Uds. saben, ha sido redactado en medios judíos convertidos al cristianismo en Siria. El pasaje 18, 15-20, redactado poco antes de Jamnia, es testigo de esa situación de los cristianos judíos aún no echados de la Sinagoga pero que comienzan a darse cuenta de su singularidad respecto del judaísmo fariseo.

En efecto: las sinagogas fariseas tenían cuidadosas leyes de disciplina. El reo de algún delito contra la ley debía ser, como primera medida, severamente amonestado en presencia de dos o tres testigos -ya que es sabido que, entre los israelitas, ningún testimonio individual era válido: debía haber, al menos, tres-. (Es muy probable que a esta exigencia responda, por ejemplo, el que tengamos tres evangelios tan parecidos, como el de Marcos, Mateo y Lucas y no uno solo. Tres testimonios convergentes de tres manos distintas y que testimonian en estilos diferentes los mismos hechos, el gran acontecimiento de la Resurrección.)

El caso es que si esta admonición de los tres no daba resultado, el inculpado había de comparecer ante la sinagoga, en presencia de toda la asamblea, para ser juzgado por los 'ancianos'. Hombres mayores, que también solían ser rabinos y, por lo tanto, en la terminología jurídica judía, tenían la potestad de 'atar o desatar', que significaba, sencillamente, 'prohibir' o 'permitir', 'condenar' o 'absolver'. (También en latín el término 'absolver' significa desatar, soltar). Todo terminaba, generalmente, con la condena que, en asuntos graves, consistía en la excomunión, en echar al culpable de la sinagoga: "considerarlo gentil (no judío) o publicano".

Estas sesiones se hacían en la sinagoga, teniendo físicamente en medio a ellos el rollo de la ley, de la Torah, no solo para leerla y poder extraer de ella la sentencia, sino porque había un antiguo dicho rabínico, recogido hoy en el Talmud, que afirmaba "si dos o tres se unen para estudiar las palabras de la Torah, la Shekiná -la Presencia de Dios- está en medio de ellos".

Es desde este contexto, como debemos entender el sentido polémico del evangelio de hoy. Es obvio que los judeocristianos de Siria usan la disciplina, el derecho procesal, de la sinagoga. Vean el lenguaje típicamente judío que se utiliza en la condena: "considéralo gentil o publicano". Eso ya no se podrá decir en las Iglesias paulinas en donde -como dice el Apóstol- 'ya no hay diferencia entre judíos y gentiles', ni tampoco en una tradición en donde a Jesús se lo ve alternando y perdonando a publicanos y pecadores.

Pero lo destacable son las diferencias que Mateo introduce en el proceso penal de los judíos. Ya no se trata de ir directamente con los testigos al acusado. Lo primero de todo es considerarlo no como un enemigo, sino como un hermano: "si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado". El objetivo no es la punición, es tratar de ganar al hermano. Y hacerlo en privado, sin difamarlo, sin alborotar a nadie.

En realidad, si Uds. en sus casas toman el evangelio de Mateo, verán que, inmediatamente antes de este pasaje que hemos leído hoy, está ubicada la parábola de la oveja perdida: el pastor que deja las noventa y nueve no descarriadas para buscarla. Así intenta Mateo moderar y corregir los juicios tan severos de la sinagoga adoptados por los judeocristianos. Jesús viene a salvar, no a condenar, y eso es lo que han de hacer sus discípulos con los pecadores: acercarse a ellos con amor de hermanos para ayudarlos, antes que señalarlos con el dedo y condenarlos.

Más aún: la condenación, la exclusión de la Iglesia ha de ser -afirma Mateo- un recurso extremo. Echar de la Iglesia no es solamente, como entre los judíos, expulsar a alguien de una comunidad terrena, de un club, de una ciudad, con todo lo duro que este exilio pueda significar. Es mucho más: si la Iglesia es el lugar donde Dios ejerce la salvación, si es en ella donde se concede la gracia y se abren para los creyentes las puertas de los cielos, apartar de la Iglesia a un hermano es excluirlo del reino de los cielos. No es solo 'atar y desatar', 'condenar y absolver' en este mundo, es mucho más: jugamos con la salvación eterna de aquel a quien alejamos de Cristo. "¡Cuidado!", dice Mateo y lo pone en boca de Jesús, ¡cuidado con lo que aten y desaten! Porque "todo lo que aten en la tierra quedará también atado en el cielo, para siempre y lo que desaten aquí, desatado en el cielo".

"Y -continúa- no es la ley, la dura ley, la que debe presidir sus juicios y sus reuniones para atraer la presencia de Dios en ella, sino Jesús. Él, no la ley, no la Torah, los inspirará en las medidas que tengan que tomar. Y no en la soledad de sus pensamientos soberbios, sino buscando consejo y reunidos en nombre de Jesús. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos." Ya no el frío y áspero texto de la ley, sino la presencia misericordiosa de Jesús.

Y el pasaje adquiere todo su matiz polémico antifariseo cuando unido, no solo al principio con la parábola de la oveja perdida, sino, inmediatamente luego, con el pasaje del perdón de las ofensas, ¡setenta veces siete!, que leeremos el domingo que viene.

Vemos pues, que nuestro evangelio de hoy, lejos de justificar dentro de la Iglesia juicios, tribunales, condenas, exclusiones y ni siquiera correcciones y admoniciones inoportunas, se aparta adrede de la seca legalidad de la ética farisea. El cristianismo aborrece los juicios apresurados y temerarios, los índices levantados, las miradas de desprecio, las exclusiones perentorias, las puertas definitivamente cerradas. Por más que abomine del pecado, nada hay en el evangelio de condena a los pecadores. El verdadero cristiano siempre buscará la salvación del hermano; siempre tendrá sus puertas abiertas esperando al hijo pródigo; nunca juzgará definitivamente a nadie, por más que tenga claro lo que está bien y lo que está mal; y, aún cuando alguna vez tenga que decir palabras duras y excluir por un tiempo al agresor y al extraviado, lo hará con enorme pena, con compasión, sangrando su corazón por la amarga medicina que tiene que aplicar y rezando por la vuelta del que se fue. Nunca una corrección tendría que ser en el cristiano manifestación de poder, afirmación de sí mismo, ejercicio frío de autoridad, autocomplacencia por la propia virtud.

La Iglesia no es una sociedad de puros y perfectos, sino de pecadores perdonados y santificados por Jesús, conscientes de la propia pequeñez, recitadores diarios del "Pésame" y del "Yo confieso", inmensamente compasivos -desde la inmerecida luz de Cristo- de las miserias y cegueras de los demás. Cristianos que nos reunimos de a dos o tres o más en su nombre, para no ensoberbecernos en nuestro yo, para que el Señor pueda estar en medio de nosotros y hacernos testigos de ese amor que, en la cruz, se hizo cáliz de sangre derramada, no para condenación, sino para el perdón de los pecados.

9 – El proceso penal cristiano

"Según el juicio de los ángeles y de los santos, excomulgamos, maldecimos y separamos a Baruch de Espinoza, con el consentimiento de Dios Bendito y con el de toda esta comunidad; delante de estos libros de la Ley que contienen trescientos trece preceptos. Lo excomulgamos con la excomunión que Josué lanzó sobre Jericó, con la maldición que Elías profirió contra los niños insolentes, y con todas las maldiciones escritas de la Ley. Que sea maldito de día y maldito de noche; maldito cuando se acueste y cuando se levante; maldito cuando salga y cuando entre. Que Dios no le perdone; que su cólera y su furor se inflamen contra este hombre y traigan sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley. Que Dios borre su nombre del cielo ..." La excomunión continuaba, en este mismo tremebundo tenor, y terminaba "conjuramos que nadie tenga con él trato hablado ni escrito, ni nadie le haga favor alguno. Que nadie esté con él bajo un mismo techo; que nadie se le acerque a menos de cuatro codos de distancia; que nadie lea ningún papel hecho o escrito por él" etc. etc.

Así la gran sinagoga de Amsterdam declaraba, el 27 de julio de 1656, muerto en vida, al gran filósofo y pensador Baruch Espinoza, o Benedictus de Spinoza, como él mismo firmaba.

Baruch Espinoza había nacido veinticuatro años antes, en esa misma ciudad, de una familia de marranos portugueses emigrada a Holanda. "Marranos" como Uds. saben eran los judíos presuntamente convertidos por conveniencia al cristianismo. Es bueno saber que este término despectivo lo inventaron, para sus hermanos, los judíos que no se convertían ni simulaban hacerlo, no los cristianos. De todos modos, los padres de Baruch, en efecto, tan pronto desembarcaron en los Países Bajos, renegaron de su catolicismo y volvieron a su decrépito judaísmo, tanto que el padre, Miguel, pronto llegó, comerciante próspero, a ser uno de los miembros más eminentes del Mahamad, el consejo que constituía la máxima autoridad de la comunidad judía de la ciudad. El mismo Mahamad que, muerto el padre, lanzó la famosa excomunión que arriba hemos leído, a su hijo Baruch. Una de las excomuniones más célebres de la historia.

Baruch Espinoza había cometido el delito imperdonable de pensar. Y aunque lamentablemente su pensamiento derivó finalmente a posiciones filosóficas y teológicas equivocadas, su crimen enorme -para los judíos sefarditas de Amsterdam- fue el de haber señalado públicamente la profunda impresión que le había producido la lectura del Evangelio y su declaración de que lo consideraba muy superior al judaísmo. "Nadie puede dudar", afirmó, que "una sabiduría más que humana ha asumido nuestra naturaleza en la persona de Cristo. [La de él] es la misma voz del que habló a Moisés en el Sinaí y, por ello, puede llamarse propiamente voz de Dios. De allí que hemos de decir que Cristo es el camino de la salvación". Estas posiciones las mantuvo a pesar de que un miembro del Mahamad le ofreció una pensión de mil florines si callaba; y de que, luego, trataron de asesinarlo. Baruch conservó hasta sus últimos días la capa con el agujero de la bala que había tratado de acabar con él.

Siendo su situación en Amsterdam insoportable debió trasladarse, abandonado por toda la comunidad, a La Haya, donde se ganó la vida como pulidor de vidrios para lentes y telescopios. Aspirar el polvillo de los cristales, agregado a su tuberculosis, lo envió a la muerte en el 1677, a los cuarenta y cuatro años de edad.

Pero en ese destierro es donde escribe y enseña sus obras más famosas. Lamentablemente, en tierra protestante, del cristianismo solo conoció gente tan sectaria como sus mismos connacionales: calvinistas, luteranos, socinianos, remontrantes, gomaristas, anabaptistas, colegiantes, mennonitas... y, sobre todo -que fueron finalmente los que más le convencieron- cristianos racionalistas, con lo cual terminó por perder todo rastro de fe que le pudiera quedar, aún conservando durante toda su vida un gran respeto por la figura de Cristo.

Algunos afirman que murió musitando "Oh Dios, ten misericordia de mí, pecador". Es probable que Dios le haya perdonado. Pero eso no quita que aquí, en la tierra, sus obras y sus ideas hayan hecho mucho daño, ya que su influjo, por ejemplo en Kant y Hegel, padres de nuestra cultura contemporánea, fue determinante. Hasta nuestro Borges, tiene un poema del 1964 en su honor. Bello poema, a decir verdad.

Ni muerto lo dejaron tranquilo. Un pastor protestante, un tal y desconocido Carlos Teumann, hizo fijar sobre su lápida un texto que estuvo allí muchos años y que decía: "Caminante no te detengas. Desprecia a Benedictus de Spinoza y a su tumba. Ya que su palabra no puede ser enterrada, que la peste devore su alma por la eternidad ... Judío renegado, nunca verá el infierno monstruo más horrible." Bello testimonio cristiano, sin duda.

Prescindiendo de estas excomuniones indignas y poco piadosas es verdad que Espinoza había derivado a un panteísmo racionalista absolutamente ajeno a la tradición hebrea y católica. "Dios o sea la naturaleza", es su frase más conocida. El universo, para él, es una única sustancia, idéntica a Dios. Todo lo que existe, objetos materiales y espirituales, se compone de esta sustancia. Sustancia impersonal, sustancia ciega, ya que el desenvolvimiento del cosmos y de la conciencia humana y aún de las conductas individuales, todo surge de ella por necesidad. De tal modo que no hay lugar en el mundo ni para el azar ni para la libertad. Todo se desarrolla de manera geométrica, decía, de forma que sería imposible a las cosas ser de otra manera de como han sido. Somos, con nuestro ser y nuestros actos, parte necesaria y forzosa de la evolución de Dios. Evolución que no obedece a ningún imperativo ético, que no tiene finalidad. Surgencia imperiosa de la substancia divina en donde lo único que impera es el poder, la fuerza. De allí que Espinoza afirma, en lo que atañe a lo moral y lo jurídico, que el derecho natural se identifica con la fuerza de la naturaleza "y todo lo que impulsa a los individuos a obrar, necio o sabio que sea, debe ser atribuido a la fuerza de la naturaleza." Eso es lo único que cuenta. De por sí nada puede calificarse de bueno o de malo. El bien y el mal, el derecho y la justicia, son, para Espinoza, posteriores al individuo, fruto del nacimiento del Estado. Solo en el Estado se da bien y mal, obediencia o desobediencia. Pero el Estado es una pura convención, una construcción artificial, a la manera de Hobbes, fruto de un pacto tácito de no agresión entre los individuos. Sin embargo -sigue Espinoza- Dios crea individuos, no naciones, por eso los supuestos derechos del individuo, confundidos con su fuerza, tienen prioridad sobre todo lo que pueda ser llamado bien común. Espinoza hizo larga escuela en materia de derecho.

Quien escuche a nuestros legisladores y jueces 'garantistas', reconocerá, en sus infelices dichos y actuaciones, lejanos ecos de la postura de Espinoza. También hoy el falso derecho individual impera sobre el bien común, sobre la nación. (Que los auténticos derechos individuales, por supuesto, forman parte del bien común.) También hoy, a la manera de Espinoza, se desculpabiliza al delincuente haciéndolo inimputable...

Nadie, al fin, es culpable de nada y aunque, en la letra, algunos propongan agravar las penas, el derecho procesal, y las leyes del dos por uno, y todos los disparates votados desde 1984, hacen que, en la práctica, no haya nunca verdadero castigo para ninguno.

Es que, en la línea de Espinoza, si, en lo profundo, el hombre no es libre, sino que está determinado necesariamente dentro de la serie causal infinita que mueve todas las cosas, no hay lugar para la corrección, ni para el castigo, ni para la pena. Y si no basta esta torcida filosofía para demostrarlo, ahí están nuestros barbudos psicoanalistas freudianos para aseverarlo.

Por otra parte, si se entienden las penas de la ley -como se entendían en la época de Espinoza- solo en sentido vengativo, o expiatorio -como las llamaba San Agustín-, es decir como reparación o compensación al orden de la sociedad herido por el delito, ciertamente que, si, por no haber auténtica libertad, no hay imputabilidad -al modo como en la moral, no hay pecado- por lógica consecuencia tampoco ha de haber sanción.

Disparate, porque el juez humano ni siquiera en la Iglesia, tanto menos en lo civil, puede meterse en el fuero interno del delincuente para punirlo o exculparlo. Él ha de considerar sobre todo la injusticia objetiva. Él está, antes que nada, al servicio del bien común.

Por otra parte, la palabra pena no prejuzga sobre la imputabilidad o no. El término pena viene del griego "poiné", multa, y ya sabemos como el miedo a la pena hace de todos nosotros mejores ciudadanos. Por eso la pena no solo es 'venganza', 'expiación', es disuasiva, hace a la prevención de los delitos. Prevención especial sobre el delincuente mismo -pena medicinal la llama el Derecho Canónico- y prevención general, intimidativa, para los demás. Añoramos con nostalgia la sana enseñanza de nuestros tatarabuelos porteños, que era exponer a los delincuentes en cepos debajo de los balcones del cabildo durante unos cuantos días, para soltarlos luego convenientemente escarmentados y con pocas ganas de volver a reincidir, y no, en cambio, corromperlos durante años en cárceles fuera de la vista de todos. El sentido común que hacía que, en la sociedad de antes, se ocultara el delito y se hiciera patente la pena, contrapuesto a la insensatez del mundo de hoy donde el delito es supernoticia y se hace inspiración y propaganda y el castigo nunca aparece, como decía Castellani.

Y no se trata solo de imputabilidad o no. Ni el león, ni la serpiente de cascabel, ni el puma son imputables y, sin embargo, si se hacen peligrosos para nosotros, si somos buenos, los metemos en jaulas, si no los cazamos. Como bestialmente, cuando no hay justa coacción pública, terminan por hacer en tantos lados los justicieros privados y los escuadrones de la muerte. De todas maneras, el viejo Derecho canónico (CIC 2204) sabiamente declaraba imputable a todo aquel que había cumplido siete años y tenía uso de razón, aunque, antes de alcanzar la pubertad, hasta los catorce años (CIC 2230; 888 §2), señalaba que debía ser corregido con castigos educativos de distinta naturaleza a los de los mayores. Siendo, en cambio, los púberes mayores que los inducían a quebrantar la ley o cooperaban con ellos los severamente castigados.

De todos modos, por el hecho de ser inimputable, ni el loco furioso, ni el enfermo contagioso, ni el niño con una bomba atómica en la mano, ni el delincuente precoz, pueden quedar sueltos, mientras no se curen o enderecen o se les quite aquello con lo cual puedan hacer daño, velando por la paz y el derecho de los demás.

Pero, aún para los mayores imputables, la punición no ha de ser estrictamente pena, ni venganza, o exclusivamente ello, sino antes que nada, en su sentido etimológico, "castigo". Castigo no tiene directamente que ver con producir dolor o sufrimiento. Castigar viene del latín "casti-ficare", "castus-facere", que significa hacer, transformar, a alguien en honesto, recto, pundonoroso, íntegro. En eso tiene razón la escuela de 'penología' anglosajona que postula sustituir la pena -en nuestras cárceles escuelas de corrupción y delincuencia- por el tratamiento, en vistas a la reforma del que delinque. Y, por supuesto, también a su segregación de la sociedad si esta reforma no es posible. Porque, contra todo individualismo y derechos espinocianos, es absolutamente necesario que el bien común se imponga sobre los intereses puramente individuales, cuando estos se oponen al primero.

Pero hoy, gran parte de jueces y legisladores y profesores y periodistas se creen Dios, ellos son los que deciden sobre el bien y sobre el mal, ellos juzgan el interior de los individuos, ellos establecen quien es imputable y quien no, ellos son los que constantemente agreden al verdadero principio de autoridad y a las legítimas reacciones de defensa de sus instituciones naturales y permanentes, ellos son los que dejan libres a los leones por las calles, y penan y persiguen al que pretende legítimamente defenderse de ellos, y nada se ocupan del verdadero derecho y de la protección de la sociedad y la pacífica y libre convivencia para la que han sido diputados.

Contra todo este desmadre, véase la prudente manera que, contrariamente a la pena puramente vengativa o a la lentitud permisiva de las inimputabilidades y las leyes procesales; frente a la excomunión definitiva y brutal de la sinagoga contra Baruch o a la inmisericorde condenación 'post mortem' del pastor protestante, desarrolla nuestro el evangelio de Mateo 18, 15-20. Por supuesto que no trata estrictamente de delitos criminales ni civiles, pero lo mismo su espíritu puede servirnos de inspiración.

Todo es allí, al comienzo, para bien del que delinque, para "ganar al hermano". Primero, corrección fraterna, a solas, en privado, tratando de no infamar ni chismosear -como hace sistemáticamente nuestro periodismo antes de ninguna prueba-. Luego, si el pecador no escucha, exhortación con testigos calificados y prudentes. Última etapa, el tribunal de la comunidad, de la Iglesia, inspirado por la presencia de Jesús, no por ningún espíritu de linchamiento. Finalmente, si tampoco escucha, la expulsión del infractor, su segregación de la comunidad, su temporaria excomunión, hasta que se corrija. Ya desde antiguo Jesús y los evangelistas sabían que una manzana podrida que no se aparta corrompe a todas las demás. La falsa piedad para alguno puede constituirse, por falta de castigo, en impiedad y falta de caridad para los demás. Y en el fondo, también falta de caridad para el trasgresor.

Ni siquiera en la Iglesia, a su modo, pues, se pude prescindir del derecho penal. Lo que cambia, si, es la corriente interior, el modo caritativo de llevar adelante el proceso. Ningún superior, como ningún padre en serio, goza con el castigo que para corregirlo ha de propinar a sus hijos.

Y todo, entre cristianos, se encamina, no -como en la excomunión de los sefarditas de Amsterdam a Baruch- a su definitiva exclusión y condenación, ni al tormento eterno impetrado por el pastor protestante, sino a la corrección y arrepentimiento del pecador. La única perdida de las cien ovejas que va a buscar el cuidador; el hijo pródigo que se espera siempre que vuelva. El pagano y el publicano que hay que convertir. Jesús que, "yo pecador", "pésame Dios mío", me perdona.

10- Damas y caballeros misericordiosos

Aunque su nombre no es demasiado conocido a nivel popular, los cuadros de Sir Edward Burne-Jones se encuentran expuestos en los principales museos del mundo. Burne-Jones fue un dibujante y pintor inglés, nacido en Birmingham en 1833, educado en Oxford y muerto en 1898. Perteneció a la denominada Sociedad Pre Rafaelita, que aún existe. El objetivo del prerrafaelismo era -y es- restaurar el arte, volviendo a la pureza de la forma, la estilización y, sobre todo, a la altura moral del mosaico, la escultura y la pintura medioevales, precisamente anteriores a Rafael. La pintura de Burne-Jones resulta así inspirada en temas clásicos, medioevales y bíblicos, en idealismo casi romántico. Quiere ser un retorno a lo cristiano y a los instintos más altos y puros del ser humano.

Burne-Jones tiene, precisamente en el Museo de Birmingham, una preciosa pintura de 1863, "El caballero misericordioso", en donde un caballero, revestido de armadura, que acaba de derrotar a un enemigo, perdonándole empero la vida y dejándolo ir libre, se encuentra arrodillado frente a un crucifijo, con el yelmo y la espada puestas en el suelo. Conmovedoramente, el Cristo desclava sus manos de la cruz y se inclina a abrazarlo. A lo lejos, más derrotado que nunca, se aleja con la cabeza gacha su adversario vencido.

Sí, gestos de grandeza; y de hombres grandes y cristianos. Después de la gloriosa batalla de Salta ese otro gran caballero cristiano que fue el General Manuel Belgrano, derrotando al Mayor General Don Pío Tristán y sus tropas españolas, les otorgó una capitulación decorosa, rindiéndoles honores de guerra y, después de la entrega de todos sus pertrechos, tambores y banderas, dando libertad a todos los oficiales prisioneros, bajo el juramento de cada uno de que no volvería a tomar las armas contra el gobierno de Buenos Aires. Es verdad que, en encuentros posteriores, si los hallaba faltando a su palabra y combatiendo contra las tropas patrias, los mandaba colgar con un cartel al cuello, luego de fusilarlos de inmediato por perjuros.

Otras épocas.

Y sin duda que esas magnanimidades respondían a los preceptos evangélicos que esos hombres habían hecho letra en sus códigos y carne en su conducta.

Porque el perdón nunca va en desmedro de la descalificación del delito ni de la protección de la sociedad. El auténtico amor se indigna frente a la blasfemia, el error, la injusticia, la impunidad de los malos. Nunca ama fuera de los cauces de la fe y de la razón, al rasguear del puro sentimiento o la pasión, ni en mengua del bien común. Por eso un soldado puede ser más que nadie -si quiere- un buen cristiano. Y, por supuesto, puede serlo un juez, un policía, e, incluso, un guardia cárcel. Aunque quizá la tarea de este último -ni la de verdugo- sean tareas de caballeros, salvo absoluta necesidad.

Siempre restará, como manifestación plena de caridad auténtica, el famoso inciso de San Pablo en su primera epístola a los Corintios (5, 1-13) donde desborda indignación: "Se oye hablar de que hay inmoralidad entre ustedes, y una inmoralidad tal, que no se da ni siquiera entre los paganos, hasta el punto de que hay uno que vive con la mujer de su padre (¡qué hubiera dicho si hubiese sido con el cochero o con el conductor!) "¡Y andan tan satisfechos! Sin, más bien, hacer duelo para que sea echado de entre ustedes el autor de semejante acción. Pues bien -continúa Pablo- que en nombre del Señor Jesús, reunidos con el poder de Jesús Señor nuestro, sea entregado ese individuo a Satanás para destrucción de su pecado a fin de que por la gracia se salve en el Día del Señor. ¡No es como para gloriarse! -con esa falsa tolerancia- . Cuando les escribía en mi carta anterior que no se relacionaran con los inmorales, no me refería a los inmorales de este mundo en general o a los avaros, ladrones o idólatras, porque, de ser así, tendrían que salir del mundo. ¡No!, les escribí que no se relacionaran con quien, llamándose hermano -es decir cristiano- es fornicario, codicioso, idólatra, difamador o vicioso. Con esos ¡ni comer! (Vean como Pablo guarda toda su cólera para aquellos que, habiendo sido iluminados por la verdad y la gracia del bautismo, viven indignamente. No a los que no conocen a Cristo y son merecedores de lástima y de que les anuncien el evangelio.) Es así que continúa: "Pues ¿por qué voy a juzgar a los de fuera? Es a los de adentro a quienes tienen que juzgar. A los de fuera, Dios los juzgará. Un poco de mala levadura es capaz de arruinar toda la masa. ¡Arrojen de entre Ustedes al malvado!"

Claro, pensemos que cuando Pablo escribe esta carta nos encontramos hacia el año 57, unas pocas decenas de años después de la Resurrección del Señor, con los ánimos encendidos aún por ese estupendo acontecimiento. Pablo, verdadero caballero, con ganas de crear en todas partes bastiones de cristianismo para lanzarse desde allí, con discípulos a toda prueba, a la evangelización del mundo. La Iglesia todavía estaba en ciernes, en construcción, no había demasiadas instituciones y el actuar de las autoridades no estaba legislado. Pero ¿cómo podía tolerar el Apóstol que en sus iglesias, en sus cuarteles, pudiera haber personajes indignos y jefes timoratos, incapaces de tomar las medidas necesarias para mantener el tono de los nuevos caballeros y damas adoptados por Dios como hermanos de Cristo, el Señor?

Mateo, en cambio, escribe diez o veinte años después de Pablo, ya en medio de comunidades, iglesias, aunque perseguidas, sólidamente establecidas y con una incipiente organización y legislación calcada de estructuras judías. Al mismo tiempo, quizá, con la experiencia de que, aún entre los cristianos, comenzaban a mostrarse señales de debilidad y corruptelas. ¿Oyeron el evangelio? La expulsión ya no es inmediata ni fruto de la indignación. Hay que contemplar situaciones. Es necesario realizar antes ciertos pasos. Es así que aquí, en nuestra perícopa 18, 15-20, se sigue el procedimiento que era usual en la sinagoga.

Antes que nada, si el pecado no era público y notorio, había que cuidar no solo la fama del pecador sino el no alborotar a toda la Iglesia. Mejor, antes que nada, corregir al pecador en privado. Y ya sabemos las dificultades que eso trae, incluso si hemos de hacerlo con un amigo y, sobre todo, si la corrección ha de hacerse a alguien que está más arriba que uno. De allí que siempre es mejor que el que corrija tenga autoridad moral: un superior, un padre, un maestro -y ¡qué triste cuando ni siquiera los padres se atreven a corregir a sus hijos, por falta de coraje, a veces, o de convicciones o, peor, de verdadera autoridad moral! Y, ¡ojo!, que no se trata siempre de retar, de enojarse, de castigar, sino de advertir, de buscar la corrección, la enmienda.

De todos modos, si la corrección fraterna compete a alguien, ese 'alguien' es, antes que nadie, la autoridad. El que por demagogia, por amor mal entendido, para hacerse amar falsamente por sus súbditos, descuidara su papel de maestro, de corrector, de guía, estaría estimulando el pecado, desprotegiendo a los buenos, obligándoles a veces a asumir funciones para las cuales no son competentes. Y así consiguen que los que corrigen trabajen 'de malos' y ellos, en cambio, puedan pasar por 'buenos'. Como el marido que dice a su mujer: "Decíselo vos, a mí no me metás en líos." Peor: como las autoridades que buscan votos alentando el desorden y la rebeldía, y aún, defendiendo a los delincuentes contra los buenos jueces.

El segundo paso: los testigos. Por supuesto, el que se ha dado cuenta del mal de su hermano puede haber visto las cosas equivocadamente. El derecho judío exigía, para probar cualquier acusación, que hubiera por lo menos dos testigos varones. No valía ni el testimonio de los niños ni el de las mujeres. Hasta no hace tanto fue así incluso en algunas legislaciones occidentales. Y la Iglesia tiene experiencia, justamente en casos contra sacerdotes, de cuántas acusaciones fantasiosas, sin ánimo de mentir, pueden deslizarse o influirse en la cabeza de muchos, como los chicos y, sin ninguna actitud antifeminista, de 'los' o 'las' que son como lo que eran consideradas antes las mujeres.

Sí: dos testigos. Hay que salvar la fama del posible reo y su derecho a la defensa y a la verdad. Entre los cuatro se podrá llegar a la comprobación de la falsedad o circunstancias atenuantes del hecho y a la correspondiente rectificación. Seguramente hoy, tanto a nivel judicial como personal y moral, habrá otras maneras de cumplimentar estos requisitos, y que no sean solamente los de la cámara oculta.

Por otra parte, lo de los dos testigos tenía también un propósito religioso, iluminador. Para los rabinos "allí donde dos o tres judíos se reunían para orar en nombre de Dios, en medio de ellos estaba -decían- la Ley, la Torah". Sin la luz de Dios no hay juicio que valga.

Tercera etapa. Si estas medidas no funcionan, y el pecado se hace público o hiere gravemente la vida comunitaria, hay que publicar la falta del delincuente. No vaya a ser que, por no saberlo, alguien se 'ensarte' con él, o corrompa a un inocente, o la tolerancia muda propague el pecado. "Decirlo a la comunidad", pide nuestro evangelio. Como decía Chesterton, "no hay mejor remedio contra el mal que las profundas convicciones" y, agregaba, irónica pero atinadamente, "y, mejor, la presencia de testigos". Ese rechazo que antaño tenía la sociedad por las conductas vergonzosas y que, con eso mismo, retraía a tantos de cometer pecado.

Hoy es al revés, porque la incitación a éste viene de la misma sociedad, corrompida y alentada por los medios. Habría que ver hasta qué punto lo de 'decirlo a la comunidad' es eficaz, si por comunidad se entiende el público en general y no la gente decente, o las autoridades legítimas. Decirlo a la comunidad hoy es un riesgo. No faltarán quienes aplaudirán al pecador, le tendrán falsas lástimas, le harán manifestaciones a favor. Y hasta habrá eruditos periodistas y comprensivos eclesiásticos que derramarán lagrimones de ternura por él y acusarán de despiadados a quienes le juzguen.

Algunos dicen que la tercera etapa se cumple haciendo la denuncia al superior. Y podría ser; en épocas normales. Pero vaya Ud., si está en el llano o no tiene poder, a hacer una denuncia a un superior en alguna repartición pública, y aún en algún juzgado, a ver como le sale. Sobre todo si está en la misma repartición. Con las trenzas, complicidades y mafias que existen en nuestras instituciones, muy probablemente acabe su carrera.

Y al fin y al cabo los jueces defensores de delincuentes con sus teorías mano anchas, garantistas, también se encuentran en el seno de la Iglesia.

En fin, como Uds. comprenden, no siempre el evangelio, escrito en otras épocas y otras categorías, admite una interpretación literal. De todas maneras, el Código de Derecho Canónico, en la Iglesia, trata de cumplir con el espíritu de estas normas evangélicas. Por ejemplo, afirma que, establecida la sospecha o la denuncia del delito eclesiástico, hay que investigar con cautela, personalmente o por medio de persona idónea, sobre los hechos, sus circunstancias y su imputabilidad. Pero hay que evitar, dice expresamente el Código, de acuerdo con Mateo, que, por esa investigación, se ponga en peligro la buena fama de alguien (CIC 1717 § 2). Y si se comprueba el acto delictivo, hay que proceder, antes que nada, a la corrección, a la advertencia personal, al pedido de enmienda y, si es posible, y para no hacer escándalo, pedir la renuncia del imputado. De todas maneras, las acciones canónicas se encaminan siempre a la conversión del pecador y no a su condena lisa y llana. Excepcionalmente en nuestros días, llevado adelante un proceso judicial, aunque finalmente haya que proceder a la aplicación de una justa pena, como pide el evangelio, por el bien común y para restablecer la justicia o reparar el escándalo (CIC 1341), sigue siendo necesario procurar el arrepentimiento y la penitencia del reo. Porque, como termina magníficamente el Código en su último canon: "en la Iglesia es imperioso tener en cuenta que la ley suprema debe ser siempre la salvación de las almas" (CIC 1752).

De allí el último paso en la corrección fraterna: "Si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano." La expulsión de la iglesia. Aún así la misericordia: ‘considéralo como pagano o publicano’. Porque un bautizado jamás podrá volver de por sí a ser pagano, nunca dejará de llevar el carácter, el sello de su condición cristiana; como un sacerdote será sacerdote para siempre, por más que apostate; al igual que un obispo, por más que se desvíe, se lo degrade o expulse. ‘Considéralo’, dice piadosamente el Señor en labios de Mateo, 'un pagano'. No un traidor, un miserable, un renegado. Un ser digno de lástima, que nos ha hecho daño, sí, pero del cual querremos siempre la conversión. Que una vez penado no lo volvamos a mencionar, ni a revolver en la basura nuestros pensamientos y palabras, y si se convierte, y se arrepiente, y hace penitencia, y se cura, y ya no puede pervertir, ni dañar, algún lugar le encontraremos para que pueda regresar a la Iglesia y al Señor. Aunque más no sea, la celda más lejana de un convento.

Corrección fraterna. Obligación del cristiano; obligación de la Iglesia tan olvidada. Una de las expresiones más altas, según Santo Tomás de Aquino, de la caridad. Una de las siete obras de misericordia: "Corregir al que erra". Junto con las otras seis: "Enseñar al que no sabe"; "Dar buen consejo al que lo necesita"; "Consolar al triste y al afligido"; "Perdonar las injurias y ofensas"; "Sufrir con paciencia los defectos del prójimo"; "Rogar a Dios por los vivos y los difuntos". ¿Las practicamos?

¿Practicamos la corrección fraterna? Y, si lo hacemos, ¿lo hacemos con mansedumbre, a la vez que con firmeza y con verdadera caridad y, a lo mejor, no con palabras soberbias, sino con actos, con ejemplo, con conducta de verdaderos caballeros, de auténticas damas? Y de nuestra parte ¿dejamos que los que nos conocen y son más que uno frente a Dios, practiquen la corrección fraterna con nosotros?

Desdicha de nuestra época, decía Castellani, en donde se publicita hasta el hartazgo el delito y se oculta la pena; a diferencia de las épocas cristianas en que el delito y su escándalo se velaban con pudor y se mostraba, en cambio, para ejemplo de muchos, el castigo. Penas ejemplares, a la vista de todos y que, si no era la de muerte, no duraban mucho tiempo, para que el reo no se corrompiera más aún, como sucede en nuestras ocultas cárceles y con nuestras tardías o nunca arribadas condenas.

El evangelio de hoy muestra lo contrario, aún sabiendo la seriedad de los juicios de la Iglesia que no solo atan en la tierra sino en el cielo. Por eso, después del terrible y a la vez misericordioso "considéralo como pagano o publicano" nos pide que oremos.

Oremos mucho y juntos, porque "les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá." Ya que "allí donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, no ya la Ley, la Torah, sino Yo, Jesús, estoy en medio de ellos".

Fuente: adaptación de catecismo.com.ar

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