Catequesis sobre la sexualidad

Índice

Introducción: El dualismo llega a la sexualidad
1. Las relaciones interpersonales
2. Nuestra realidad sexual es fruto del Creador
3. La dicotomía que hay en nuestro corazón
4. Cuestiones particulares
  4.1 La realidad sobre la masturbación
  4.2 Las relaciones carnales homosexuales
  4.3 Las aprobación legal de las uniones homosexuales
  4.4 La fidelidad inviolable del matrimonio
  4.5 Las nuevas nupcias tras los matrimonios válidos
  4.6 Las relaciones sexuales antes del matrimonio
Conclusión: La belleza y la fuerza de la castidad
-

Introducción: El dualismo llega a la sexualidad

Hoy utilizan los términos «sexual» o «sexualidad» en una acepción tan amplia que engloban todo lo que caracteriza las manifestaciones afectivas del ser humano en cuanto sexuado. Calificar como sexual toda expresión de afecto, bajo el pretexto que está inevitablemente marcada por el carácter sexuado de la persona, es no sólo provocar la utilización excesiva y confusa del término, sino también violar las leyes elementales de la lógica. Del hecho que toda relación afectiva esté marcada por el carácter sexuado de la «pareja», no se sigue que toda relación afectiva sea una relación sexual. Se vuelve así ambiguo y confuso afirmar el carácter sexual de todas las relaciones afectivas, incluso las de los padres con sus hijos, de los célibes, etc.


El problema moral de la castidad no está en el plano de la sexualidad genérica, sino más bien se encuentra en el campo específico del ser y del comportamiento sexual, llamado sexualidad genital, la cual, a la vez que existe en el campo de la sexualidad genérica, tiene no obstante sus reglas específicas que corresponden a su propia estructura y finalidad, y que no coinciden sin más con las de la sexualidad genérica.

El Vaticano II, en el n. 51 de la Gaudium et spes, habla claramente de la sexualidad genital y no de la genérica, al indicar que la índole moral de la conducta sexual «no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, que conservan íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar la virtud de la castidad conyugal sinceramente».

Hoy también presentan la fecundidad sexual como si fuera independiente de la fertilidad biológica, que la moral católica tradicional asumió como única norma. El principio regulador de la sexualidad humana es la inseparabilidad de los significados unitivo y procreador del acto sexual, y no la inseparabilidad de sensualidad y ternura. El significado primario de la transmisión de la vida no es una nueva cualidad de vida humana que se comunica dentro y a través de una experiencia sexual integrada de un amante al otro. La procreación no puede ser considerada como un elemento secundario y prescindible.
La integración de sensualidad y ternura no se puede proponer como criterio de actuación sexual.

Es justo reconocer la intención de poner en la base de su concepción de la sexualidad y de la fecundidad una antropología integral, que, sin renunciar a la naturaleza del compuesto del ser humano, la sepa proponer de nuevo en términos verdaderamente integrados, evitando recaer en peligrosos dualismos, de los cuales se siguen reducciones de tipo biológico o espiritualista, que terminan por deformar gravemente la ética sexual.
Sólo una correcta definición de la sexualidad y una correcta visión de la fecundidad evitan un dualismo antropológico.

La concepción de la sexualidad necesita poner gran énfasis en la naturaleza corpórea del hombre. Una concepción adecuada y unitaria de la persona humana tiene en cuenta todos los niveles de su ser (biológicos, psicológicos y espirituales).

El significado antropológico de la sexualidad no se puede colocar prevalentemente en sus componentes «experiencias» de sensualidad y ternura, que pueden, por lo tanto, ser creativos y hacer uso del cuerpo como si se tratara de un instrumento privado de valores morales intrínsecos y totalmente manipulable según las intenciones subjetivas.
La separación entre los elementos «experienciales» o psicológicos de la sensualidad y la ternura, por una parte, y los elementos corpóreos de la reproducción, por otra, es incontestablemente dualista.
En realidad, ambas partes son integrantes de una misma persona. En cambio, tal acusación de dualismo no puede ponerse contra el principio -propio de la enseñanza de la Iglesia- según el cual los significados unitivo y procreador del acto sexual son inseparables.

1. Las relaciones interpersonales

Un personalismo centrado sobre el yo y sobre la expresión del yo, no se concilia con las exigencias de amar a otra persona y de tener en cuenta la realidad y la autonomía de la otra persona. Según el Concilio, la vocación al matrimonio exige una «notable virtud» y un «espíritu de sacrificio» (GS 49). Debemos tener presente que nuestros impulsos sexuales no se integran fácilmente con el amor auténtico, razón por la cual la castidad y el dominio de sí mismo forman parte necesaria y difícil del amor humano, a menos que creamos que el deseo sexual deba siempre encontrar la disponibilidad de un compañero que consiente.

2. Nuestra realidad sexual es fruto del Creador

Hoy sustituyen el concepto de creaturalidad por el de creatividad. Dicen que Dios, al crear la libertad de la criatura, nos habría dado al hombre y a la mujer la capacidad de liberar nuestra propia humanidad. Pero debemos reconocer que Dios ha impreso un significado y un orden intrínseco en nuestra realidad creada, cuya verdad es, por lo tanto, ley objetiva del comportamiento, que es necesario reconocer y seguir (ver GS 48). Dicen que Dios nos habría confiado más bien al hombre y a la mujer el poder de producir creativamente un lenguaje sexual capaz de expresar nuestras relaciones humanas; y que tal producción, solo se da por parte de nuestra espontaneidad subjetiva. La realidad es que la bondad moral es una cualidad de la voluntad que elige en armonía con la verdad del ser, no la podemos reducir a un producto de nuestras intenciones subjetivas.

Aceptar que la procreación es solamente una forma posible de creatividad, pero no esencial a la sexualidad, indica un cambio injustificado, sin ningún argumento sustancial, de los términos aceptados, un cambio que contradice la formulación empleada en el Vaticano II y asumida en la Declaración "Persona humana".

3. La dicotomía que hay en nuestro corazón

Se afirma hoy un primado de lo «vivido», que se convierte en el criterio de discernimiento del juicio moral. Lo «vivido» es concebido en términos de la experiencia subjetiva, como la sensualidad y la ternura. De allí se sigue una moralidad fundada en una especie de fe ciega en nuestra espontaneidad humana. La realidad es que hay una radical dicotomía en nuestro corazón humano (ver GS 10), que tiene consecuencias en el ámbito sexual y que sólo la gracia y la perseverancia humana pueden afrontar este conflicto. Muchos psicólogos (por no hablar de filósofos y teólogos) no admitirían que experiencias subjetivas, como la ternura y la sensualidad, tengan la capacidad de conducirnos por sí mismas, automáticamente, a un amor auténticamente humano, a la responsabilidad y a la auto-trascendencia.

Se dice hoy que las normas morales de la Sagrada Escritura deben ser reconducidas a contextos históricos del pasado y, por lo tanto, no se consideran incuestionables en cuanto al juicio moral que se deba dar hoy, por ejemplo, sobre los actos homosexuales. Dicen que la Sagrada Escritura no contiene normas concretas, sino más bien intenciones y que las únicas intenciones a las que apela Jesús serían el amor y la libertad, interpretados subjetivamente.

Hoy en día no se reconoce a las personas homosexuales libertad en relación con con la posibilidad de abstinencia sexual. La posibilidad de que una persona homosexual cambie hacia una orientación heterosexual mediante la psicoterapia es ridiculizada y descartada.

4. Cuestiones particulares


4. 1 La realidad sobre la masturbación

Se dice hoy día que la masturbación no implica ningún problema de carácter moral y que muchas mujeres han experimentado un gran bien en el placer auto procurado (quizá en modo especial en el descubrimiento de sus propias posibilidades para el placer), algo que muchas no habían experimentado y ni siquiera conocido en sus relaciones sexuales ordinarias con maridos o amantes y que en este sentido, se afirma que la masturbación favorece las relaciones más que estorbarlas. La realidad que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado, ya que el goce sexual es buscado al margen de una relación sexual que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero. 

Esto no quita que, para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, se tenga en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que pueden atenuar o tal vez reducir al mínimo la culpabilidad moral.

Se pone hoy en duda con frecuencia , o se niega expresamente, la doctrina tradicional según la cual la masturbación constituye un grave desorden moral. Se dice que la psicología y la sociología demuestran que se trata de un fenómeno normal de la evolución de la sexualidad, sobre todo en los adolescentes, y que no se da culpa verdadera sino en la medida en que el sujeto ceda deliberadamente a una auto-satisfacción cerrada en sí misma (ipsación); solamente entonces el acto sería contrario a la unión amorosa entre personas de sexo diferente, siendo tal unión, a juicio de algunos, el objetivo principal del uso de la facultad sexual. Tal opinión contradice la doctrina y la práctica pastoral de la Iglesia Católica.

Sea lo que fuere de ciertos argumentos de orden biológico o filosófico de que se sirvieron a veces los teólogos, tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado. La razón principal es que le falta, en efecto, la relación sexual requerida por el orden moral; aquella relación que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero. A esta relación correcta debe quedar reservada toda actuación deliberada de la sexualidad.

Aunque no se puede asegurar que la Sagrada Escritura reprueba este pecado bajo una denominación particular, la tradición de la Iglesia ha entendido, que está condenado en el Nuevo Testamento cuando en se habla de «impureza», de «lascivia» o de otros vicios contrarios a la castidad y a la continencia.

Las encuestas sociológicas pueden indicar la frecuencia de este desorden según los lugares, la población o las circunstancias que tomen en consideración; y de esta manera se constatan hechos. Pero los hechos no constituyen un criterio que permita juzgar del valor moral de los actos humanos. La frecuencia del fenómeno en cuestión ha de ponerse indudablemente en relación con la debilidad innata del hombre a consecuencia del pecado original, pero también con la pérdida del sentido de Dios, con la depravación de las costumbres engendrada por la comercialización del vicio, con la licencia desenfrenada de tantos espectáculos y publicaciones, así como también con el olvido del pudor, custodio de la castidad.

La psicología moderna ofrece diversos datos válidos y útiles en el tema de la masturbación para formular un juicio equitativo sobre la responsabilidad moral y para orientar la acción pastoral. Ayuda a ver cómo la inmadurez de la adolescencia, que a veces puede prolongarse más allá de esa edad, el desequilibrio psíquico o el hábito contraído pueden influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del acto, y hacer que no haya siempre culpa subjetivamente grave. Sin embargo, no se puede presumir como regla general la ausencia de responsabilidad grave; eso sería desconocer la capacidad moral de las personas.

En el ministerio pastoral deberá tomarse en cuenta, en orden a formar un juicio adecuado en los casos concretos, el comportamiento de las personas en su totalidad, no sólo en cuanto a la práctica de la caridad y de la justicia, sino también en cuanto al cuidado en observar el precepto particular de la castidad. Se deberá considerar en concreto si se emplean los medios necesarios, naturales y sobrenaturales, que la ascética cristiana recomienda en su experiencia constante para dominar las pasiones y para hacer progresar la virtud.

Es verdad que en las faltas de orden sexual, vista su condición especial y sus causas, sucede más fácilmente que no se les dé un consentimiento plenamente libre; y esto invita a proceder con cautela en todo juicio sobre el grado de responsabilidad subjetiva de las mismas. Es el caso de recordar en particular aquellas palabras de la Sagrada Escritura:
«El hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón»[1 Sam 16,7]. 
Sin embargo, recomendar esa prudencia en el juicio sobre la gravedad subjetiva de un acto pecaminoso particular no significa en modo alguno sostener que en materia sexual no se cometen pecados mortales.

Los Pastores deben, pues, dar prueba de paciencia y de bondad; pero no les está permitido ni hacer vanos los mandamientos de Dios, ni reducir desmedidamente la responsabilidad de las personas:
No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas. Pero esto debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para juzgar, sino para salvar, El fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas.

4.2 Las relaciones carnales homosexuales

Se dice hoy que los actos homosexuales pueden ser justificados de acuerdo a la misma ética sexual de los actos heterosexuales y que las personas con inclinaciones homosexuales deben ser respetados, sea que ellas tengan o no la alternativa de ser de otra manera. La realidad es que se debe distinguir entre personas con tendencias homosexuales y actos homosexuales.

En cuanto a las personas con tendencias homosexuales, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que deben ser acogidas «con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta». En cuanto a los actos homosexuales, en cambio, el Catecismo afirma: 
«Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves, la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso».

En nuestros días, fundándose en observaciones de orden psicológico, han llegado algunos a juzgar con indulgencia, e incluso a excusar completamente, las relaciones entre personas del mismo sexo, contra la doctrina constante del Magisterio y contra el sentido moral del pueblo cristiano.

Se hace una distinción, que no parece infundada, entre los homosexuales cuya tendencia, proviniendo de una educación falsa, de falta de normal evolución sexual, de hábito contraído, de malos ejemplos y de otras causas análogas, es transitoria o a lo menos no incurable, y aquellos otros homosexuales que son irremediablemente tales por una especie de instinto innato o de constitución patológica que se tiene por incurable. Ahora bien, en cuanto a las personas de esta segunda categoría, piensan algunos que su tendencia es natural hasta tal punto que debe ser considerada en ellos como justificativa de relaciones homosexuales en una sincera comunión de vida y amor semejante al matrimonio, en la medida en que se sienten incapaces de soportar una vida solitaria.

Indudablemente, esas personas homosexuales deben ser acogidas en la acción pastoral con comprensión y deben ser sostenidas en la esperanza de superar sus dificultades personales. También su culpabilidad debe ser juzgada con prudencia. Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos por considerarlos conformes a la condición de esas personas.

Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su ordenación necesaria y esencial. En la Sagrada Escritura están condenados como graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una repulsa de Dios [Rom 1,24-27. Ver también lo que dice San Pablo a propósito de los que practican la sodomía en 1 Cor 6,10; 1 Tim 1,10]. Este juicio de la Escritura no permite concluir que todos los que atraviesan esta tendencia por esta causa incurran en culpa personal; pero atestigua que los actos homosexuales son por su intrínseca naturaleza desordenados y que no pueden recibir aprobación en ningún caso.

4.3 La aprobación legal de las uniones homosexuales

Se dice hoy que las legislaciones contra la discriminación de los homosexuales así como de las parejas de hecho, las uniones civiles y los matrimonios gay, pueden desarrollar un papel importante en la transformación del odio, de la marginación y de la estigmatización de gays y lesbianas, que todavía está siendo reforzada por enseñanzas sobre sexo "contra natura", deseo desordenado o amor peligroso y que una de las cuestiones actualmente más urgentes ante la opinión pública es el matrimonio entre personas del mismo sexo, es decir, la concesión de un reconocimiento social y una validez jurídica a las uniones homosexuales, masculinas o femeninas, comparables a las uniones entre heterosexuales. La realidad es que el respeto hacia las personas homosexuales no puede en modo alguno llevar a la aprobación de las relaciones carnales homosexuales ni a la legalización de las uniones homosexuales.

El bien común exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, célula primaria de la sociedad. Reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significa no solamente aprobar un comportamiento desordenado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. No se puede dejar de defender tales valores, para el bien de los hombres y de toda la sociedad.

Para sostener la legalización de las uniones homosexuales no se puede invocar el principio del respeto y la no discriminación de las personas. Distinguir entre personas o negarle a alguien un reconocimiento legal o un servicio social es efectivamente inaceptable sólo si se opone a la justicia. No atribuir el estatus social y jurídico de matrimonio a formas de vida que no son ni pueden ser matrimoniales no se opone a la justicia, sino que, por el contrario, es requerido por ésta.

4.4 La fidelidad inviolable del matrimonio

Se dice hoy que el matrimonio puede disolverse por las mismas razones fundamentales por las que cualquier compromiso permanente, extremamente serio y casi incondicionado, puede dejar de ser vinculante y que implica que pueden darse situaciones en las que hayan cambiado muchas cosas: una o ambas partes hayan cambiado, la relación haya cambiado, la razón original del compromiso parezca completamente extinguida y se pone en duda que el compromiso pueda resistir siempre y que pueda mantenerse absolutamente, de cara a cambios radicales e inesperados. La realidad es que el amor matrimonial exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos.

El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, así como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los esposos y urgen su indisoluble unidad. Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia.

Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo. El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua. Entre bautizados, el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte.

4.5 Las nuevas nupcias tras los matrimonios válidos

Se dice hoy día que si del matrimonio nacieron hijos, los ex esposos quedarán por años o por toda la vida unidos por ser padres y que de todos modos sus vidas quedan para siempre marcadas por la experiencia de ese matrimonio y que algo queda. Pero se pone en duda que lo que queda, desaprueba un segundo matrimonio y que cualquiera sea la obligación que quede de un vínculo no exige incluir la prohibición de un nuevo matrimonio, del mismo modo que el vínculo entre dos esposos no incluye la prohibición de nuevas nupcias, en caso de que uno de los dos muera. La realidad es hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión.

La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo "Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.

4.6 La relación sexual antes del matrimonio

Muchos reivindican hoy el derecho a la relación sexual antes del matrimonio, al menos cuando una resolución firme de contraerlo y un afecto que en cierto modo es ya conyugal en la mente de los novios piden este complemento, que ellos juzgan connatural; sobre todo cuando la celebración del matrimonio se ve impedida por las circunstancias, o cuando esta relación íntima parece necesaria para la conservación del amor. Semejante opinión se opone a la doctrina cristiana, según la cual todo acto genital humano debe mantenerse dentro del matrimonio.

Porque, por firme que sea el propósito de quienes se comprometen en estas relaciones prematuras, es indudable que tales relaciones no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo protegidas, contra los vaivenes de las pasiones y de la libertad. Ahora bien, Jesucristo quiso que fuese estable la unión y la restableció a su primitiva condición, fundada en la misma diferencia sexual:
«¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa, y los dos se harán una carne? Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre»[Mt 19,4-6]. 
San Pablo es más explícito todavía cuando declara que si los célibes y las viudas no pueden vivir en continencia, no tienen otra alternativa que la de la unión estable en el matrimonio:
«Mejor es casarse que abrasarse»[1 Cor 7,9]. 
En efecto, el amor de los esposos queda asumido por el matrimonio en el amor con el cual Cristo ama irrevocablemente a la Iglesia [Ver Ef 5,23-32], mientras la unión corporal en el desenfreno profana el templo del Espíritu Santo, en el que el mismo cristiano se ha convertido. La unión sexual fuera del matrimonio está condenada formalmente: 1 Cor 5,1-6,9; 7,2; 10,8; Ef 5,5; 1 Tim 1,10; Heb 13,4; y con razones explícitas: 1 Cor 6,12-20.

Por consiguiente, la unión carnal no puede ser legítima sino cuando se ha establecido una definitiva comunidad de vida entre un hombre y una mujer. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia, que encontró, además, amplio acuerdo con su doctrina en la reflexión de la sabiduría humana y en los testimonios de la historia.

Enseña la experiencia que el amor tiene que tener su salvaguardia en la estabilidad del matrimonio, para que la relación sexual responda verdaderamente a las exigencias de su propia finalidad y de la dignidad humana. Estas exigencias reclaman el contrato matrimonial; contrato que instaura un estado de vida de capital importancia tanto para la unión exclusiva del hombre y de la mujer como para el bien de su familia y de la comunidad humana.

Las relaciones sexuales prematrimoniales excluyen las mayoría de las veces la procreación: Lo que se presenta supuestamente como un amor matrimonial no se va a desplegar, como debería ser, en un amor paternal y maternal; y, si ocasionalmente se despliega, lo hará con detrimento de los hijos, que se verán privados de los bienes del matrimonio.

Por tanto, el consentimiento de las personas que quieren unirse en matrimonio tiene que ser manifestado exteriormente y de manera válida ante la sociedad. Y en cuanto a los bautizados, es necesario que, para la instauración del matrimonio, expresen su consentimiento según las leyes de la Iglesia, que hará ciertamente de su matrimonio un sacramento de Cristo.

Conclusión: La belleza y la fuerza de la castidad

Es una virtud que marca toda nuestra personalidad en su comportamiento, tanto interior como exterior. Esta virtud debe enriquecernos según los diferentes estados de vida: a unos, en la virginidad o en el celibato consagrado [ver 1 Cor 7,7.34]; a otros, de la manera que determina para ellos la ley moral, según sean casados o solteros. Pero en ningún estado de vida se puede reducir la castidad a una actitud exterior: debe hacer puro nuestro corazón, según la palabra de Cristo:
«Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón»[Mt 5,28].

La castidad está incluida en aquella «continencia» que san Pablo menciona entre los dones del Espíritu Santo, mientras que condena la lujuria como un vicio que excluye del reino de los cielos [Ver Gál 5,19-23; 1 Cor 6,9-11].
«La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa tener a su mujer en santidad y honor, no con afecto libidinoso, como los gentiles que no conocen a Dios; que nadie se atreva a ofender a su hermano [...] Que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo»[1 Tes 4,3-8; ver Col 3,5-7; 1 Tim 1,10]. 
«Cuanto a la fornicación y cualquier género de impureza o avaricia, que ni siquiera pueda decirse que lo hay entre vosotros, como conviene a santos [...] la indecencia, las conversaciones tontas, la chabacanería, que desentonan; más bien las acciones de gracias. Porque habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios. Que nadie os engañe con palabras de mentira, pues por éstos viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía. No tengáis parte con ellos. Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz»[Ef 5,3-8; ver 4,18s].

El Apóstol precisa, además, la razón propiamente cristiana de la castidad, cuando condena el pecado de fornicación no solamente en la medida en que perjudica al prójimo o al orden social, sino porque el fornicario ofende a quien lo ha rescatado con su sangre, Cristo, del cual es miembro, y al Espíritu Santo, de quien es templo:
«¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? [...] Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo. O ¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados por un gran precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo»[1 Cor 6,15.18-20].

Cuanto más comprendamos los bautizados la excelencia de la castidad y su función necesaria en nuestra vida de varones y de mujeres, tanto mejor percibiremos, por una especie de instinto espiritual, lo que ella exige y aconseja; y mejor sabremos también aceptar y cumplir, dóciles a la doctrina de la Iglesia, lo que la recta conciencia nos dicte en los casos concretos.

Hoy también, y más que nunca, debemos emplear los bautizados los medios que la Iglesia nos ha recomendado siempre para mantener una vida casta:
  • disciplina de los sentidos y de la mente,
  • prudencia atenta a evitar las ocasiones de caídas,
  • guarda del pudor,
  • sobriedad en las diversiones,
  • ocupación sana,
  • recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.
  • fomentar la devoción a la Inmaculada Madre de Dios
  • y proponernos como modelo la vida de los santos y de aquellos otros fieles cristianos que destacaron en la práctica de la castidad.

Es importante que todos tengamos un elevado concepto de la virtud de la castidad, de su belleza y de su fuerza de irradiación. Es una virtud que hace honor al ser humano y que nos capacita para un amor verdadero, desinteresado, generoso y respetuoso de los demás.

Comentarios

Sofía ha dicho que…
Creo que hay que asumir nuestra identidad como cristianos y ser claros. Lamentablemente hoy se martiriza a las personas por opinan diferente. Esta información es muy clara. Para mi es muy difícil transmitir esta enseñanza con las palabras adecuadas para que, al menos sean escuchadas y no rechazadas de entrada.

Entradas populares