Aborto: Es preciso contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida (Papa Francisco)

 

Seguimos redescubriendo lo que nos pide el Papa:
El acompañamiento debe alentar a los esposos a ser generosos en la comunicación de la vida. «De acuerdo con el carácter personal y humanamente completo del amor conyugal, el camino adecuado para la planificación familiar presupone un diálogo consensual entre los esposos, el respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad de cada uno de los miembros de la pareja. En este sentido, es preciso redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae (cf. 10-14) y la Exhortación apostólica Familiaris consortio (cf. 14; 28-35) para contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida [...] -Papa Francisco, AL 222.


En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas [Cfr. Catechismus Romanus Concilii Tridentini, pars. II, c. VIII; Pío XI, Enc. Casti connubii, 22-24; Pío XII, Discurso a la Unión Católica Italiana de Obstétricas (29 de octubre de 1951), III; A los participantes en el Congreso del Frente de la Familia (27 de noviembre de 1951); Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, 8-11; Gaudium et Spes, n. 51.]. -Pablo VI, HV 14.

La Iglesia, Madre piadosa, entiende muy bien y se da cuenta perfecta de cuanto suele aducirse sobre la salud y peligro de la vida de la madre. ¿Y quién ponderará estas cosas sin compadecerse? ¿Quién no se admirará extraordinariamente al contemplar a una madre entregándose a una muerte casi segura, con fortaleza heroica, para conservar la vida del fruto de sus entrañas? Solamente uno, Dios, inmensamente rico y misericordioso, pagará sus sufrimientos, soportados para cumplir, como es debido, el oficio de la naturaleza y le dará, ciertamente, medida no sólo colmada, sino superabundante [Luc. 6, 38]. 
Sabe muy bien la santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo soporta, al permitir, por una causa muy grave, el trastorno del recto orden que aquél rechaza, y que carece, por lo tanto, de culpa, siempre que tenga en cuenta la ley de la caridad y no se descuide en disuadir y apartar del pecado al otro cónyuge. Ni se puede decir que obren contra el orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su derecho siguiendo la recta razón natural, aunque por ciertas causas naturales, ya de tiempo, ya de otros defectos, no se siga de ello el nacimiento de un nuevo viviente. Hay, pues, tanto en el mismo matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios -verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia-, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin primario. 
También nos llenan de amarga pena los gemidos de aquellos esposos que, oprimidos por dura pobreza, encuentran gravísima dificultad para procurar el alimento de sus hijos. 
Pero se ha de evitar en absoluto que las deplorables condiciones de orden económico den ocasión a un error mucho más funesto todavía. Ninguna dificultad puede presentarse que valga para derogar la obligación impuesta por los mandamientos de Dios, los cuales prohíben todas las acciones que son malas por su íntima naturaleza; cualesquiera que sean las circunstancias, pueden siempre los esposos, robustecidos por la gracia divina, desempeñar sus deberes con fidelidad y conservar la castidad limpia de mancha tan vergonzosa, pues está firme la verdad de la doctrina cristiana, expresada por el magisterio del Concilio Tridentino: "Nadie debe emplear aquella frase temeraria y por los Padres anatematizada de que los preceptos de Dios son imposibles de cumplir al hombre redimido. Dios no manda imposibles, sino que con sus preceptos te amonesta a que hagas cuanto puedas y pidas lo que no puedas, y El te dará su ayuda para que puedas" [Conc. Trid. sess. 6, cap. 11]. 
La misma doctrina ha sido solemnemente reiterada y confirmada por la Iglesia al condenar la herejía jansenista, que contra la bondad de Dios osó blasfemar de esta manera: "Hay algunos preceptos de Dios que los hombres justos, aun queriendo y poniendo empeño, no los pueden cumplir, atendidas las fuerzas de que actualmente disponen: fáltales asimismo la gracia con cuyo medio lo puedan hacer" [Const. ap. Cum occasione, prop. 1].  -Pío XI, CC 22.

Todavía hay que recordar, Venerables Hermanos, otro crimen gravísimo con el que se atenta contra la vida de la prole cuando aun está encerrada en el seno materno. Unos consideran esto como cosa lícita que se deja al libre arbitrio del padre o de la madre; otros, por lo contrario, lo tachan de ilícito, a no ser que intervengan causas gravísimas que distinguen con el nombre de indicación médica, social, eugenésica. Todos ellos, por lo que se refiere a las leyes penales de la república con las que se prohíbe ocasionar la muerte de la prole ya concebida y aún no dada a luz, piden que las leyes públicas reconozcan y declaren libre de toda pena la indicación que cada uno defiende a su modo, no faltando todavía quienes pretenden que los magistrados públicos ofrezcan su concurso para tales operaciones destructoras; lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente. 
Por lo que atañe a la indicación médica y terapéutica, para emplear sus palabras, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto Nos mueve a compasión el estado de la madre a quien amenaza, por razón del oficio natural, el peligro de perder la salud y aun la vida; pero ¿qué causa podrá excusar jamás de alguna manera la muerte directamente procurada del inocente? Porque, en realidad, no de otra cosa se trata. 
Ya se cause tal muerte a la madre, ya a la prole, siempre será contra el precepto de Dios y la voz de la naturaleza, que clama: ¡No matarás! [Ex. 20, 13]. 
Es, en efecto, igualmente sagrada la vida de ambos y nunca tendrá poder ni siquiera la autoridad pública, para destruirla. Tal poder contra la vida de los inocentes neciamente se quiere deducir del derecho de vida o muerte, que solamente puede ejercerse contra los delincuentes; ni puede aquí invocarse el derecho de la defensa cruenta contra el injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará injusto agresor a un niño inocente?); ni existe el caso del llamado derecho de extrema necesidad, por el cual se puede llegar hasta procurar directamente la muerte del inocente. Son, pues, muy de alabar aquellos honrados y expertos médicos que trabajan por defender y conservar la vida, tanto de la madre como de la prole; mientras que, por lo contrario, se mostrarían indignos del ilustre nombre y del honor de médicos quienes procurasen la muerte de una o de la otra, so pretexto de medicinar o movidos por una falsa misericordia. 
Lo cual verdaderamente está en armonía con las palabras severas del Obispo de Hipona, cuando reprende a los cónyuges depravados que intentan frustrar la descendencia y, al no obtenerlo, no temen destruirla perversamente: "Alguna vez —dice— llega a tal punto la crueldad lasciva o la lascivia cruel, que procura también venenos de esterilidad, y si aún no logra su intento, mata y destruye en las entrañas el feto concebido, queriendo que perezca la prole antes que viva; o, si en el viento ya vivía, mátala antes que nazca. En modo alguno son cónyuges si ambos proceden así, y si fueron así desde el principio no se unieron por el lazo conyugal, sino por estupro; y si los dos no son así, me atrevo a decir: o ella es en cierto modo meretriz del marido, o él adúltero de la mujer" [San Agustín, Sobre el matrimonio y la concupiscencia. Cap. 15]. 
Lo que se suele aducir en favor de la indicación social y eugenésica se debe y se puede tener en cuenta siendo los medios lícitos y honestos, y dentro de los límites debidos; pero es indecoroso querer proveer a la necesidad, en que ello se apoya, dando muerte a los inocentes, y es contrario al precepto divino, promulgado también por el Apóstol: "No hemos de hacer males para que vengan bienes" [Cf. Rom. 3, 8]
Finalmente, no es lícito que los que gobiernan los pueblos y promulgan las leyes echen en olvido que es obligación de la autoridad pública defender la vida de los inocentes con leyes y penas adecuadas; y esto, tanto más cuanto menos pueden defenderse aquellos cuya vida se ve atacada y está en peligro, entre los cuales, sin duda alguna, tienen el primer lugar los niños todavía encerrados en el seno materno. Y si los gobernantes no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenanzas les abandonan, o prefieren entregarlos en manos de médicos o de otras personas para que los maten, recuerden que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que desde la tierra clama al cielo [Cf. Gen. 4, 10]. -CC 23.

GS 51. El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro. 
Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad
Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres.  

Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer [Cfr. Pío XI, Enc. Casti connubii, 24; Decreto del S. Oficio, 22 de febrero de 1940, AAS 32 (1940), p. 73; Pío XII, Discurso a la Unión Católica Italiana de Obstétricas (29 de octubre de 1951), III; A los participantes en el VII Congreso Internacional de Hematología (12 de septiembre de 1958)]. -Pablo VI, HV 14.  

Por último, ha de reprobarse una práctica perniciosa que, si directamente se relaciona con el derecho natural del hombre a contraer matrimonio, también se refiere, por cierta razón verdadera, al mismo bien de la prole. Hay algunos, en efecto, que, demasiado solícitos de los fines eugenésicos, no se contentan con dar ciertos consejos saludables para mirar con más seguridad por la salud y vigor de la prole —lo cual, desde luego, no es contrario a la recta razón—, sino que anteponen el fin eugenésico a todo otro fin, aun de orden más elevado, y quisieran que se prohibiese por la pública autoridad contraer matrimonio a todos los que, según las normas y conjeturas de su ciencia, juzgan que habían de engendrar hijos defectuosos por razón de la transmisión hereditaria, aun cuando sean de suyo aptos para contraer matrimonio. Más aún; quieren privarlos por la ley, hasta contra su voluntad, de esa facultad natural que poseen, mediante intervención médica, y esto no para solicitar de la pública autoridad una pena cruenta por delito cometido o para precaver futuros crímenes de reos, sino contra todo derecho y licitud, atribuyendo a los gobernantes civiles una facultad que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener. 
Cuantos obran de este modo, perversamente se olvidan de que es más santa la familia que el Estado, y de que los hombres se engendran principalmente no para la tierra y el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y de ninguna manera se puede permitir que a hombres de suyo capaces de matrimonio se les considere gravemente culpables si lo contraen, porque se conjetura que, aun empleando el mayor cuidado y diligencia, no han de engendrar más que hijos defectuosos; aunque de ordinario se debe aconsejarles que no lo contraigan.
Además de que los gobernantes no tienen potestad alguna directa en los miembros de sus súbditos; así, pues, jamás pueden dañar ni aun tocar directamente la integridad corporal donde no medie culpa alguna o causa de pena cruenta, y esto ni por causas eugenésicas ni por otras causas cualesquiera. Lo mismo enseña Santo Tomás de Aquino cuando, al inquirir si los jueces humanos, para precaver males futuros, pueden castigar con penas a los hombres, lo concede en orden a ciertos males; pero, con justicia y razón lo niega e la lesión corporal: "Jamás —dice—, según el juicio humano, se debe castigar a nadie sin culpa con la pena de azote, para privarle de la vida, mutilarle o maltratarle" [Suma teológica 2. 2ae. 108, 4, ad 2]. 
Por lo demás, establece la doctrina cristiana, y consta con toda certeza por la luz natural de la razón, que los mismos hombres, privados, no tienen otro dominio en los miembros de su cuerpo sino el que pertenece a sus fines naturales, y no pueden, consiguientemente, destruirlos, mutilarlos o, por cualquier otro medio, inutilizarlos para dichas naturales funciones, a no ser cuando no se pueda proveer de otra manera al bien de todo el cuerpo. -Pio XI, CC 24.  

Sería mucho más que una simple falta de prontitud para el servicio de la vida si el atentado del hombre no fuera sólo contra un acto singular, sino que atacase al organismo mismo, con el fin de privarlo, por medio de la esterilización, de la facultad de procrear una nueva vida. También aquí tenéis para vuestra conducta interna y externa una clara norma en las enseñanzas de la Iglesia. La esterilización directa —esto es, la que tiende, como medio o como fin, a hacer imposible la procreación— es una grave violación de la ley moral y, por lo tanto, ilícita
Tampoco la autoridad pública tiene aquí derecho alguno, bajo pretexto de ninguna clase de "indicación", para permitirla, y mucho menos para prescribirla o hacerla ejecutar con daño de los inocentes. Este principio se encuentra ya enunciado en la Encíclica arriba mencionada de Pío XI sobre el matrimonio (Casti Connubii, 24). Por eso, cuando, ahora hace un decenio, la esterilización comenzó a ser cada vez más ampliamente aplicada, la Santa Sede se vio en la necesidad de declarar expresa y públicamente que la esterilización directa, tanto perpetua como temporal, e igual del hombre que de la mujer, es ilícita en virtud de la ley natural, de la que la Iglesia misma, como bien sabéis, no tiene potestad de dispensar (Decr. S. Off., 22 febrero 1940. AAS 32, 1940, página 73). 
Oponeos, pues, por lo que a vosotras toca, en vuestro apostolado, a estas tendencias perversas y negadles vuestra cooperación. -Pio XII, Discurso a la UCIO 3.

Se considera también como solución la esterilización, sea de la persona, sea de sólo el acto. Por motivos biológicos y eugenésicos, estos dos métodos adquieren actualmente un creciente favor y se difunden progresivamente al amparo de drogas nuevas cada vez más eficaces y de empleo más cómodo. La reacción de ciertos grupos de teólogos ante este estado de cosas es sintomática y muy alarmante. Revela una desviación del juicio moral, que va paralela con una prontitud exagerada para revisar, en favor de las nuevas técnicas, las posiciones comúnmente recibidas. Esta actitud procede de una intención loable que, para ayudar a quienes están en dificultad, rehúsa excluir demasiado pronto nuevas posibilidades de solución. Pero este esfuerzo de adaptación es aplicado aquí de una manera desgraciada, puesto que se comprenden mal ciertos principios o se les da un sentido o una trascendencia que no pueden tener. La Santa Sede se encuentra entonces en una situación semejante a la del Beato Inocencio XI, que se vio más de una vez obligado a condenar tesis de moral propuestas por teólogos animados de un celo indiscreto y de un atrevimiento poco clarividente [Cf. Denzinger, n. 1151-1261, 1221-1288]. 
Muchas veces ya Nos hemos ocupado de la esterilización. En sustancia, hemos manifestado que la esterilización directa no estaba autorizada por el derecho del hombre a disponer de su propio cuerpo, y no puede, en consecuencia, ser considerada como una solución válida para impedir la transmisión de una herencia enferma. «La esterilización directa, dijimos el 29 de octubre de 1951, es decir, la que intenta, como medio o como fin, hacer imposible la procreación, es una violación grave de la ley moral y, en consecuencia, es ilícita. Ni la misma autoridad pública tiene derecho, bajo pretexto de una cualquiera indicación, a permitir, y muchos menos aún a prescribirla o a hacerla ejecutar contra inocentes. Este principio está ya enunciado en la encíclica Casti connubii, de Pío XI, sobre el matrimonio. También, cuando, hace una decena de años, la esterilización comenzó a ser cada vez más aplicada, la Santa Sede se vio en la necesidad de declarar expresa y públicamente que la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer, es ilícita en virtud de la ley natural, en la que ni la Iglesia misma, como sabéis, puede dispensar» [Discurso a la Unión Católica italiana de Obstétricas y a la Federación nacional de colegios de comadronas católicas]. 
Por esterilización directa queríamos designar la acción de quien se propone como fin o como medio, hacer imposible la procreación; pero no aplicamos este término a toda acción que convierta de hecho en imposible la procreación. El hombre, en efecto, no tiene siempre la intención de hacer lo que resulta de sus actos, aunque lo haya previsto. Así, por ejemplo, la extirpación de ovarios enfermos tendrá como consecuencia necesaria hacer imposible la procreación; pero esta imposibilidad acaso no haya sido querida, ni como fin ni como medio. Repetimos con detalles las mismas explicaciones en Nuestra alocución del 8 de octubre de 1953 al Congreso de Urólogos. Los mismos principios se aplican al caso presente y prohíben considerar como lícita la extirpación de glándulas y órganos sexuales, con el fin de impedir la transmisión de caracteres hereditarios defectuosos. 
Estos mismos principios permiten también resolver una cuestión muy discutida hoy entre los médicos y los moralistas. ¿Es lícito impedir la ovulación por medio de píldoras utilizadas como remedios en las reacciones exageradas del útero y del organismo, aunque estos medicamentos, al impedir la ovulación, hagan también imposible la fecundación? ¿Está permitido su uso a la mujer casada que, a pesar de esta esterilidad temporal, desee tener relaciones con su marido? La respuesta depende de la intención de la persona. Si la mujer toma este medicamento, no con intención de impedir la concepción, sino únicamente por indicación médica, como un remedio necesario a causa de una enfermedad del útero o del organismo, ella provoca una esterilización indirecta, que queda permitida según el principio general de las acciones de doble efecto. Pero se provoca una esterilización directa y, por lo tanto, ilícita, cuando se impide la ovulación a fin de preservar el útero y el organismo de las consecuencias de un embarazo que no es capaz de soportar. Ciertos moralistas pretenden que está permitido tomar medicamentos con este fin, pero es una opinión equivocada. Es necesario igualmente rechazar la opinión de muchos médicos y moralistas que permiten su uso, cuando una indicación médica hace indeseable una concepción muy próxima, o en otros casos semejantes, que no es posible mencionar aquí. En esto casos, el empleo de medicamentos tiene como fin impedir la concepción, impidiendo la ovulación; luego se trata de esterilización directa
Para justificarla, se cita con frecuencia un principio de moral justo en sí mismo, pero que se interpreta mal: «licet corrigere defectus naturae», se dice, y puesto que en la práctica es suficiente para usar de este principio tener una probabilidad razonable, se pretende que se trata aquí de corregir un defecto natural. Si este principio tuviera un valor absoluto, la eugenesia podría sin titubeo utilizar el método de las drogas para impedir la transmisión de una herencia defectuosa. Pero es necesario aún ver de qué manera se corrige el defecto natural y cuidar bien de no violar en modo alguno otros principios de la moralidad. -Pio XII, A los participantes en el VII CIH.

Queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación [Cfr. Catechismus Romanus Concilii Tridentini, pars II, c. VIII; Pío XI, Enc. Casti connubii, 20-21; Pío XII, Discurso a la Unión Católica Italiana de Obstétricas (29 de octubre de 1951), III; A los participantes en el VII Congreso Internacional de Hematología (12 de septiembre de 1958) ; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra, 194-195]. -Pablo VI, HV 14.

Viniendo ahora a tratar, Venerables Hermanos, de cada uno de los aspectos que se oponen a los bienes del matrimonio, hemos de hablar, en primer lugar, de la prole, la cual muchos se atreven a llamar pesada carga del matrimonio, por lo que los cónyuges han de evitarla con toda diligencia, y ello, no ciertamente por medio de una honesta continencia (permitida también en el matrimonio, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto conyugal. Criminal licencia ésta, que algunos se arrogan tan sólo porque, aborreciendo la prole, no pretenden sino satisfacer su voluptuosidad, pero sin ninguna carga; otros, en cambio, alegan como excusa propia el que no pueden, en modo alguno, admitir más hijos a causa de sus propias necesidades, de las de la madre o de las económicas de la familia. 
Ningún motivo, sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza; y estando destinado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta. 
Por lo cual no es de admirar que las mismas Sagradas Letras atestigüen con cuánto aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefasto delito, castigándolo a veces con la pena de muerte, como recuerda San Agustín: "Porque ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que evita la concepción de la prole. Que es lo que hizo Onán, hijo de Judas, por lo cual Dios le quitó la vida" [San Agustín, Sobre las uniones adulterinas. 2, 12; cf. Gen. 38, 8-10 ]. -Pio XI, CC 20

Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar otra doctrina, la Iglesia católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su divina legación, eleva solemne su voz por Nuestros labios y una vez más promulga que cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito. 
Por consiguiente, según pide Nuestra suprema autoridad y el cuidado de la salvación de todas las almas, encargamos a los confesores y a todos los que tienen cura de las mismas que no consientan en los fieles encomendados a su cuidado error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que se conserven —ellos mismos— inmunes de estas falsas opiniones y que no contemporicen en modo alguno con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permite, indujera a los fieles, que le han sido confiados, a estos errores, o al menos les confirmara en los mismos con su aprobación o doloso silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez supremo por haber faltado a su deber, y aplíquese aquellas palabras de Cristo: "Ellos son ciegos que guían a otros ciegos, y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en la hoya" [Mat. 15, 14].  -Pio XI, CC 21.

Cuando los cónyuges estiman y aprecian el honor de suscitar una nueva vida, cuyo brote esperan con santa impaciencia, vuestra tarea es bien fácil: basta cultivar en ellos este sentimiento interno: la disposición para acoger y para cuidar aquella vida naciente sigue entonces como por sí misma. Pero con frecuencia no es así; con frecuencia el niño no es deseado; peor aún, es temido. ¿Cómo podría en tales condiciones existir la prontitud para el deber? Aquí vuestro apostolado debe ejercitarse de una manera efectiva y eficaz: ante todo, negativamente, rehusando toda cooperación inmoral; y positivamente, dirigiendo vuestros delicados cuidados a disipar los prejuicios, las varias aprensiones o los pretextos pusilánimes, a alejar, cuanto os sea posible, los obstáculos, incluso exteriores, que puedan hacer penosa la aceptación de la maternidad. Si no se recurre a vuestro consejo y a vuestra ayuda, sino para facilitar la procreación de la nueva vida, para protegerla y encaminarla hacia su pleno desarrollo, vosotras podéis sin más prestar vuestra cooperación. ¿Pero en cuántos otros casos se recurre a vosotras para impedir la procreación y la conservación de esta vida, sin respeto alguno de los preceptos de orden moral? Obedecer a tales exigencias sería rebajar vuestro saber y vuestra habilidad, haciéndoos cómplices de una acción inmoral; sería pervertir vuestro apostolado. Este exige un tranquilo, pero categórico "no", que no permite transgredir la ley de Dios y el dictamen de la conciencia. Por eso vuestra profesión os obliga a tener un claro conocimiento de aquella ley divina de modo que la hagáis respetar, sin quedaros más aquí ni más allá de sus preceptos. 
Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó de nuevo solemnemente la ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de los cónyuges en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, atentado que tenga por fin privarlo de la fuerza a él inherente e impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral; y que ninguna "indicación" o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamente inmoral en un acto moral y lícito (cf. 20 y sigs.). 
Esta prescripción sigue en pleno vigor lo mismo hoy que ayer, y será igual mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley natural y divina. 
 Sean Nuestras palabras una norma segura para todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado exigen de vosotras una determinación clara y firme.  -Pio XII, Discurso a la UCIO.

Estos mismos principios permiten también resolver una cuestión muy discutida hoy entre los médicos y los moralistas. ¿Es lícito impedir la ovulación por medio de píldoras utilizadas como remedios en las reacciones exageradas del útero y del organismo, aunque estos medicamentos, al impedir la ovulación, hagan también imposible la fecundación? ¿Está permitido su uso a la mujer casada que, a pesar de esta esterilidad temporal, desee tener relaciones con su marido? La respuesta depende de la intención de la persona. Si la mujer toma este medicamento, no con intención de impedir la concepción, sino únicamente por indicación médica, como un remedio necesario a causa de una enfermedad del útero o del organismo, ella provoca una esterilización indirecta, que queda permitida según el principio general de las acciones de doble efecto. Pero se provoca una esterilización directa y, por lo tanto, ilícita, cuando se impide la ovulación a fin de preservar el útero y el organismo de las consecuencias de un embarazo que no es capaz de soportar. Ciertos moralistas pretenden que está permitido tomar medicamentos con este fin, pero es una opinión equivocada. Es necesario igualmente rechazar la opinión de muchos médicos y moralistas que permiten su uso, cuando una indicación médica hace indeseable una concepción muy próxima, o en otros casos semejantes, que no es posible mencionar aquí. En esto casos, el empleo de medicamentos tiene como fin impedir la concepción, impidiendo la ovulación; luego se trata de esterilización directa. 
Para justificarla, se cita con frecuencia un principio de moral justo en sí mismo, pero que se interpreta mal: «licet corrigere defectus naturae», se dice, y puesto que en la práctica es suficiente para usar de este principio tener una probabilidad razonable, se pretende que se trata aquí de corregir un defecto natural. Si este principio tuviera un valor absoluto, la eugenesia podría sin titubeo utilizar el método de las drogas para impedir la transmisión de una herencia defectuosa. Pero es necesario aún ver de qué manera se corrige el defecto natural y cuidar bien de no violar en modo alguno otros principios de la moralidad. 
Se propone también, como medio capaz de impedir la transmisión de una herencia defectuosa, la utilización de preservativos y el método Ogino-Knaus. —Los especialistas de eugenesia, que condenan absolutamente su uso cuando se trata simplemente de dar curso a la pasión, aprueban estos dos sistemas cuando existen indicaciones higiénicas serias; los consideran como un mal menor que la procreación de niños tarados. Aunque algunos aprueban esta posición, el cristianismo ha seguido siempre y continúa siguiendo una tradición diferente. Nuestro predecesor, Pío XI, lo expuso de una manera solemne en su encíclica Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930. El califica el uso de preservativos como una violación de la ley natural; un acto, al que la naturaleza ha dado el poder de suscitar una vida nueva, es privado de él por la voluntad humana: «cualquier uso del matrimonio —escribía—, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito».  -Pio XII, A los participantes en el VII CIH.

Por estos motivos es de suma importancia que no sólo se eduque a las nuevas generaciones con una formación cultural y religiosa cada día más perfecta —lo cual constituye un derecho y un deber de los padres—, sino que, además, es necesario que se les inculque un profundo sentido de responsabilidad en todas las manifestaciones d ela vida y, por tanto, también en orden a la constitución de la familia y a la procreación y educación de los hijos. 
Estos, en efecto, deben recibir de sus padres una confianza permanente en la divina providencia y, además, un espíritu firme y dispuesto a soportar las fatigas y los sacrificios, que no puede lícitamente eludir quien ha recibido la noble y grave misión de colaborar personalmente con Dios en la propagación de la vida humana y en la educación de la prole. -Juan XXIII, MM 195.

Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande [Cfr. Pío XII, Aloc. al Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, 6 diciembre 1953], no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien [Cfr. Rom., 3, 8], es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda. Pablo VI, HV 14.

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